“¿Y a qué vas a Lourdes?” Es la primera pregunta que me hacían cuando comentaba la razón de pasar fuera de Zaragoza el fin de semana del 5 al 8 de julio. Yo respondía que iba de voluntaria y que tenía curiosidad por ver qué pasaba ahí (ha sido mi primer año) a sabiendas de que esta era una respuesta rápida y generalista que guardaba más motivos (algunos, seguro, todavía desconocidos).
En estos 4 días de convivencia hice la misma pregunta a una buena parte de los voluntarios (también a peregrinos y a personas enfermas) y noté, en la gran mayoría, una reacción similar: una primera respuesta no muy meditada que, si se le daba espacio, se hacía más rica y honda.
La respuesta de los voluntarios que participaban por primera vez solía ser del tipo: “por curiosidad”, “porque me gusta ayudar a los demás”, “porque venían mis amigos”, “porque nos lo dijo el profesor” (la mitad de los voluntarios no tenían más de 25 años); y en los voluntarios más veteranos (hay algunos que llevan repitiendo más de 25 años), además del “porque me gusta ayudar a los demás”, era frecuente el “porque esto engancha”.
Ahora bien, cuando insistía en mi pregunta, muchos de estos voluntarios repetidores generosamente me contaban: “aquí tuve la experiencia de sentir la presencia de la Virgen”, “este es un lugar muy especial: cuando entré en el Santuario me puse a llorar sin saber por qué”, “cuando estoy aquí siento el amor fraternal, siento la ternura de mi corazón, cómo este se conmueve… y siento a Dios”, “porque fui a los baños y María me tocó: no podía dejar de llorar”, “porque aquí la Virgen está por todos los lados”, “por una promesa que hice”, “por una búsqueda de perdón y redención en el deseo de un cambio de vida”… y, además, en todos los casos preguntados: por un anhelo, un deseo, un ruego, un rezo “para que la Virgen María me ayude” en temas que no pregunté porque eso ya es una conversación a dos.
Entendí que vamos para entregarnos al otro, sabiendo que recibimos mucho más que lo que damos, pero también para volver a sentir… esa paz de aquella capilla, ese gozo inefable que conmovió mi corazón, ese pequeño momento de epifanía, ese roce con María, esas lágrimas que brotan sin saber cómo ni por qué… En suma, por esa conexión fraternal/divina que se respira aquí.
Lourdes es un lugar especial. Es un lugar de encuentro contigo, con la divinidad, con el otro y con los otros. Y un lugar de convivencia. Tiene el poder de congregar a miles de personas todos los días (según la wiki: 20.000 personas/día) de tantas nacionalidades que es fácil pensar en la Torre de Babel: no nos entendemos con el verbo, pero sí nos entendemos por el Verbo. A todos nos une el amor de Dios, la fe en Dios y/o el servicio a los hermanos, porque sí, también me encontré con alguna persona agnóstica que encontraba aquí su lugar: en el amor al otro. Razón suficiente para embarcarse en este viaje, especialmente interno, que te toca sin saber ni qué te ha tocado, ni hasta dónde ni hasta cuándo te va a tocar. Porque cuando vuelves de Lourdes todavía no sabes muy bien qué ha pasado ni qué has vivido. Sí sabes el nombre de la persona a la que ayudabas a asearse; sí sabes las mesas que has montado y quién ocupaba cada lugar; sí sabes cómo han de moverse los carros para ir acompasados; sí sabes los actos en los que has participado (por cierto, la organización de la Hospitalidad de Zaragoza es de matrícula de honor). Pero todavía no puedes alcanzar a ver, ni a saber ni a sentir la dimensión de lo que acabas de vivir. Y luego viene el eco, porque Lourdes tiene eco. Y entonces se hace real eso de “Lourdes engancha”.
Autora: María José Ochoa Cepero