Os dejamos la última carta de nuestro obispo, Mons. Eusebio Hernández Sola, antes de las vacaciones de verano.
Queridos hermanos y amigos:
En este último domingo de julio ponemos fin a este curso pastoral y comenzamos el periodo estivo. Ciertamente ha sido un año muy atípico y difícil. Todos nos hemos visto afectados por la pandemia de la COVID-19. Hemos tenido que pasar desde mediados de marzo por un “estado de alarma”, que ha frenado la propagación de la enfermedad, pero que ha modificado lo que es nuestra vida normal.
No podemos olvidar a todos aquellos que han muerto en estos días a causa de la pandemia y a los que han pasado por esta enfermedad. Tampoco podemos olvidar a los que por otras causas han fallecido o han sufrido otras enfermedades. Por todos ellos elevamos nuestra oración al Señor, para que conceda a los difuntos la vida eterna y a los enfermos el alivio y la salud. Y en este domingo celebraremos la eucaristía en la catedral con esta intención.
Hoy, 26 de julio, celebramos la fiesta de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen y patronos de los abuelos. Sabemos que los mayores han sido los que más hay sufrido esta dura pandemia. Los recordamos con cariño especialmente en este día. No olvidemos que como dice el Papa Francisco “ellos nos dieron la sabiduría, la vida, la historia”. Y «sin respeto a los mayores no puede haber futuro para los jóvenes».
A la vez, debemos agradecer a todos los que han colaborado a mejorar esta situación, por supuesto a los sanitarios que, con riesgo de su vida, en muchas ocasiones, han prestado sus servicios con generosidad y entrega; pero, también a todos los que de una forma u otra han estado en sus puestos de trabajo para que nuestra sociedad siguiera funcionando. Si tuviéramos que enunciar a cada uno de ellos compondrían una larga lista, desde los trabajos más sencillos a los más complicados. Gracias a todos por vuestra generosidad. Que el Señor os lo recompense.
Comenzamos ahora un verano que va a ser distinto a los demás, muchas de las actividades que se realizan en tiempos normales han sido suspendidas. Lo debemos vivir con responsabilidad, sabiendo que buscamos el regreso a una “verdadera normalidad”.
A la vez, en este veranos, podemos y debemos vivir nuestra vida cristiana. Os propongo tres aspectos que podemos cultivar en este tiempo.
En primer lugar, la celebración de la Eucaristía. Hemos vivido unos meses en los que no hemos podido celebrarla con la participación del pueblo, ahora, poco a poco, se va normalizando la vida litúrgica de las parroquias. Es importante que volvamos a participar en ella. Sé que muchos la habéis seguido por los medios de comunicación social.
Una de las experiencias más duras, sin duda, del tiempo de pandemia ha sido no poder recibir todos los días al amor de nuestra vida, no poder participar en la Eucaristía cotidiana, no sentir en el corazón la fuerza de ese amor que sentimos cuando recibimos la carne y la sangre de Cristo.
Porque todo nuestro bien está en Jesús y Él está en la Eucaristía. Lo sabemos. En la Eucaristía encontramos el alimento que sacia todos nuestros anhelos. Es Cristo en la Eucaristía el que nos dice: “Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed” (Juan 6,35). “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día” (Juan 6,54). Intentemos, en cuanto nos sea posible y guardando las prudentes medidas, participar en la celebración eucarística dominical, como “pueblo de la Eucaristía”.
Hemos sido todos los días mendigos de su amor, suplicantes de este amor, apasionados de este amor, hecho carne y sangre. No lo olvidemos; retomemos nuestra práctica eucarística.
En segundo lugar, la oración. La pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de la fragilidad, de la debilidad y de la vulnerabilidad de los seres humanos, de nuestra propia fragilidad, debilidad y vulnerabilidad. Y nos ha hecho bien. Porque hemos tenido que echar mano constantemente de plegarias llenas de esperanza, y nos ha hecho DEPENDER nuevamente de nuestro Creador y Redentor.
Sé que mucha gente ha vuelto a rezar con más fervor. Otros se han cobijado bajo la mirada compasiva de nuestro Padre Dios. Él ha sido su única esperanza en medio del desierto de nuestra soledad.
No todo el mundo puede dedicar horas a la contemplación como los monjes y monjas de clausura, pero todos podemos rezar con sencillez: El padrenuestro, el avemaría, el ángelus, el gloria al Padre o hacemos la señal de la cruz o leemos unos minutos la Palabra de Dios. Son las “pequeñas” y, a la vez “grandes oraciones” de la vida cristiana. Si logramos entender mejor los inmensos tesoros que encierran esas oraciones, nuestra relación cotidiana con Dios mejorará muchísimo. Son una escuela de santidad e incluso de mística al alcance de todos.
En tercer lugar, la caridad y el amor. Durante este tiempo hemos visto con gran dolor aumentar el número real de pobres. En estos tiempos difíciles el amor hecho caridad tangible es más necesario que nunca. Muchas familias se han visto afectadas por la dolorosa situación económica que vivimos, como cristianos no podemos olvidarlas. Aportemos en las medidas de nuestras posibilidades nuestro donativo para ayudar a los que viven en situaciones de precariedad. Seamos solidarios por el bien común.
El virus nos ha enseñado, también, lo importante que son las relaciones humanas. Todos hemos vivido lo difícil que es estar confinado, separado, sin comunicación. Especialmente con las personas amadas, con las que trabajamos, con las que vivimos las experiencias más vitales de la vida.? Ojalá que nuestras relaciones sean más significativas, más humanas, más entrañables y cercanas, más comprensivas y realizadoras.?
Pensemos también en la ayuda que necesitan nuestras parroquias, han sido meses sin ingresos de los fieles y con los mismos gastos, es necesario que sepamos sostener lo que es nuestra casa de oración y de encuentro con Dios y los hermanos.
Todo lo que os propongo nos conducirá a vivir con esperanza este tiempo. La esperanza cristiana no es un “optimismo meramente humano”. Ni el pesimismo ni el optimismo son cristianos, porque equivalen a pensar que todo va a ir mal o todo va a ir bien porque sí. Lo propio del cristiano es la esperanza, que no defrauda porque está basada en la misericordia y el poder de Dios.
Estamos llamados, pues, a derramar esperanza, a liberar la esperanza de la humanidad, a ponerle rostro y nombre. Estamos llamados a hacer un camino de reconstrucción de la misma vida y a acompañar a los crucificados de la tierra.
Os deseo de corazón a todos un feliz verano a pesar de las dificultades y os bendigo con todo mi afecto .
+ Eusebio Hernández Sola, OAR.
Obispo de Tarazona