Vida y muerte. Una historia personal

Raúl Gavín
12 de enero de 2018

Tenía 11 años cuando mi padre murió. Él apenas había cumplido los 40. Su último año discurrió entre dolores y agresivos tratamientos médicos que procuraban aplacar la enfermedad. En ese tiempo, contemplé cómo mi universo se desmoronaba. Mi hermana y yo habíamos ido a vivir a otro barrio de la ciudad con unos familiares y mi madre “vivía” en el hospital acompañando a mi padre en la batalla por superar esa implacable enfermedad.

Años después, al poco de cumplir los 20 años, me diagnosticaron una enfermedad neurológica degenerativa crónica. De nuevo, mi existencia se veía golpeada por un acontecimiento de enfermedad grave que amenazaba mi recién iniciada vida como adulto.

Una visión del mundo

Traigo a esta página estas experiencias personales, no para inspirar vuestra compasión o para desahogarme ante vosotros. Comparto estos recuerdos porque, con la perspectiva que concede el paso del tiempo, encontrar un sentido positivo a dichos acontecimientos ha sido importante para reconciliarme con la Vida y para forjar mi personalidad y mis creencias.

Por eso, desde que soy padre, creo firmemente que debo contagiar a mis hijos esta visión para que busquen el sentido profundo que esconden estos acontecimientos con los que, como todo hombre, deberán enfrentarse tarde o temprano en sus vidas.

Un viaje interior hacia la fe

En mi caso, el diagnóstico de la enfermedad supuso un acontecimiento de incertidumbre, por una parte; mas, por otra, resultó circunstancia propicia para la introspección; tomando ocasión de un hecho aparentemente desdichado, tuve la oportunidad de emprender, sin saberlo entonces, un profundo viaje interior hacia la fe. La enfermedad se convirtió, de esta forma, en un billete especial para emprender ese viaje hacia una vida nueva.

Durante los años siguientes, la enfermedad también ha venido significando un excelente pretexto para conocer el edificio sobre el que había construido mi vida y así, descubrir la verdad de lo que soy, de lo que creo, de lo que confío y de lo que espero.

La enfermedad no es en sí misma ni buena ni mala noticia, así lo transmito a mis hijos. Es una Palabra de Dios, un actuar de Dios. Dios interviene en la vida de los hombres y, para el cristiano, esa intervención es un “actuar de Dios”, una “Palabra de Dios, una presencia; de manera que si somos creyentes, ante la enfermedad, dialogamos con Dios, nos interrogamos: ¿qué quiere decirme el Señor con este acontecimiento, “con esta palabra”? ¿Qué querrá manifestar/me?

Lectura de los acontecimientos

Les prevengo igualmente de que la enfermedad, como expresión de la fragilidad del hombre, constituye terreno propicio para los embates del maligno que aprovecha para irrumpir en nuestra vida susurrando razonadamente su interpretación torcida de los acontecimientos.

Cuando alguno de nuestros hijos resulta impresionado por alguna enfermedad o muerte cercana, siempre les recuerdo que morir es cuestión de tiempo para todos; pero esta realidad, lejos de empujarnos al miedo y la angustia, nos debe impulsar a la esperanza; porque ese momento comportará, como describe el Himno de Pascua, el fin del luto, del llanto, de los pesares y el comienzo de una Vida Nueva. Tan es así, que para San Pablo, que experimentó de manera abundante el dolor en su vida, la cruz es “fuerza de Dios” porque, como escribe a los romanos:”…los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros”.

Alegría cristiana 

Aunque resulta evidente, tengo claro que la alegría cristiana ante la enfermedad, no transforma en delicia el dolor. El dolor, “duele” y, la gracia de Dios, no es una especie de hipnótico que nos procura bienestar en vez de molestia. Se trata, más bien, de una intimidad inefable con Cristo que eleva al hombre, unido a los padecimientos de Cristo, por encima de todo sufrimiento, con la mirada puesta en quien se esconde tras ese breve momento de cruz.

En conclusión, para el cristiano, la historia de su enfermedad, de su dolor, de su tribulación, acaba siempre bien: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén”…. “y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó.” (Cf. Ap. 21, 1-4).

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