Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo de Pascua – A –
Hoy hemos tomado el café más tarde de lo habitual: la resaca de la Vigilia Pascual y la procesión del encuentro del Resucitado con su bendita Madre nos han tenido ocupada gran parte de la mañana del domingo de Pascua. Por fin me he encontrado con Jesús en la cafetería y el café ha sabido a gloria.
– Anoche, en la Vigilia Pascual, se nos leyó el evangelio del ciclo A de la liturgia (Mt 28, 1-10), en el que el evangelista recuerda que María la Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro al alborear el primer día de la semana -he dicho después de recoger los cafés en la barra-…
– Fue un gesto de cariño que les agradecí profundamente -me ha cortado sonriendo-. Ellas, con otras mujeres, acompañaron a mi Madre al pie de la cruz y vieron cómo José de Arimatea depositaba mi cuerpo en el sepulcro después de embalsamarlo a toda prisa, porque estaba a punto de comenzar el gran Sábado. Pensaban que ya sólo podían velar mi sepultura, llorando ante la losa que cerraba mi tumba, y que ellas no tenían fuerzas para moverla.
– Pero se encontraron con una escena apocalíptica: tembló la tierra, apareció un ángel con vestidos tan refulgentes como los tuyos en tu transfiguración, corrió la piedra del sepulcro y dejó a los centinelas como muertos… -he añadido después de tomar un sorbo de café-.
– El evangelista Mateo era muy aficionado a echar mano de ese género literario que los estudiosos llaman “apocalipsis”. Hizo lo mismo al narrar el momento de mi muerte en la cruz. Cada evangelista utilizó los recursos que le eran más familiares para describir unos acontecimientos tan fuera de lo común -me ha advertido antes de tomar su sorbo de café-. Pero no te entretengas en los detalles y fíjate en lo que es más importante.
– ¿Te refieres a lo que el ángel dijo a las mujeres? -he preguntado un poco azorado-.
– Efectivamente, y al encargo que les dio.
– Perdona; ya sabes que, a veces, los árboles impiden ver el bosque, pero recuerdo bien lo que les dijo: «Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado, como había dicho». Y añadió: «Id aprisa a decir a mis discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos y va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis».
– Y yo les repetí el encargo cuando salí a su encuentro por el camino: «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» -ha completado-.
– ¿Por qué les hiciste ir a Galilea? ¿No podías haberte manifestado a tus discípulos en Jerusalén, que era donde estaban encerrados por miedo a los judíos?
– También me manifesté en Jerusalén y en Emaús, como recuerdan otros evangelistas, pero debía hacerlo en Galilea, donde empecé a anunciar que el reinado de Dios llegaba conmigo. Ahora, el Padre había culminado su promesa resucitándome; lo que empecé a anunciar en Galilea ya era una realidad palpable: Dios es fiel, había salvado al justo perseguido y había manifestado que yo tenía razón; había llegado a plenitud la historia de la salvación.
– ¿Y cómo se te ocurrió encargar a dos mujeres que hicieran el primer anuncio de tu resurrección, si en aquella cultura el testimonio de las mujeres no se consideraba válido? -he añadido apurando mi taza de café-.
– En aquella cultura había muchas cosas que cambiar y bueno era empezar por esto. Además de que aquellas buenas mujeres bien se lo merecían -me ha respondido mientras buscaba su monedero-. Déjame pagar, que, desde hoy, ya siempre podréis decir: ¡Cristo vive!