Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XIII Domingo del Tiempo Ordinario – B – (30/06/2024)
Jesús ha vuelto de la Decápolis y parece que, en Galilea, lo esperaban El evangelista narra hoy dos episodios motivada por la fe de sus protagonistas (Mc 5, 21-43). Después de recoger nuestros cafés le he dicho:
– Me sorprende que un jefe de la sinagoga se echara a tus pies y te pidiera ayuda.
– ¿Por qué te sorprende? -me ha replicado-. La hija de Jairo, que así se llamaba el jefe de la sinagoga que se echó a mis pies, se estaba muriendo. ¿Qué padre no hubiera dejado a un lado las diferencias que los fariseos y letrados tenían conmigo estando en juego la vida de su hija?
– Tiene sentido -he reaccionado cogiendo mi taza de café, y he continuado:- pero su actitud y su insistencia dan a entender que confiaba en ti más que otros dirigentes judíos.
– No olvides que, como ocurre con todas las virtudes, la fe es una semilla que germina poco a poco. Aquel hombre veía a su hija al borde de la muerte y, si tenía alguna reticencia sobre mí, su amor de padre la arrinconó. De igual manera, la mujer que padecía unas hemorragias que ningún médico había sido capaz de curar se arriesgó a ponerse en evidencia. Lo había probado todo y se había gastado inútilmente toda su fortuna. Estaba tan angustiada que, a pesar de ser mujer y legalmente marginada por sus pérdidas de sangre, se me acercó furtivamente y tocó mi manto, segura de que con este gesto se curaría -me ha advertido mientras acercaba la taza de café a sus labios-. Al verla temblorosa y asustada no me importó ponerla en evidencia y decirle: «Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud». Su fe era tan grande que no podía quedar en el anonimato.
– ¡Cuánto me gustaría tener tanta fe como estas personas! -he exclamado entusiasmado-.
– Pues pídela al Padre con verdadero deseo. Antes de la pasión, yo la pedí para el apóstol Pedro: «He pedido por ti, para que tu fe no se apague», le dije, y luego le encargué que confirmase a sus hermanos en esta misma fe (Lc 22, 32). A pesar del vendaval de mi pasión y muerte, la fe de Pedro no se apagó. Si la pides con sinceridad, el Padre la hará crecer en ti, pero disponte a aceptar las contrariedades que a veces proporciona la voluntad del Padre.
– Que no son pequeñas -he replicado cabizbajo-. Recuerdo tu oración en Getsemaní y la espada de dolor que Simeón pronosticó a tu Madre cuando te presentó en el Templo…
– Esos contratiempos son inevitables porque la fe es «la victoria que vence al mundo», como escribió el apóstol Juan en su primera carta -ha añadido-. Una victoria que a veces tiene el perfil de la curación, como en el caso de la hemorroísa, otras el de volver a ver con vida a la hija querida y siempre el de participar en mi definitiva victoria sobre la muerte.
– Por cierto -le he dicho cambiando de tema-, me ha llamado la atención que el evangelista haya conservado tus palabras en arameo, que era la lengua que hablabas con tu gente. Y me ha emocionado que cogieras la mano de la niña y le dijeras: «Talitha qumi» (contigo hablo, niña, levántate). Fue un momento precioso; no me extraña que sus padres y los tres discípulos que te acompañaban se quedasen pasmados a pesar de haber soportado las risas de desprecio que algunos se permitieron cuando dijiste que la niña no estaba muerta, sino dormida…
– El evangelista conservó mis palabras en arameo porque así se las transmitieron los testigos oculares. Pero insistí en que nadie se enterase para que no me confundieran con un mago deseoso de gloria. Tenían que esperar a mi resurrección, que desvelaría la victoria definitiva sobre la muerte. En ésta debéis creer con firmeza; lo de la hija de Jairo y la hemorroísa sólo fue el preludio de lo que tenía que ocurrir -ha insistido antes de marcharnos-.