El día 1 de junio fue un día especial para Calatayud y para la diócesis de Tarazona: San Íñigo, uno de sus hijos elevado a los altares, regresa a su pueblo natal para ser honrado por sus paisanos.
San Íñigo nació en Calatayud alrededor del año 1000 y murió en Oña en el año 1068. En torno al año 1017, el santo se retiró al monasterio de San Juan de la Peña, perteneciente a la orden benedictina. Cuenta la historia que una vez ordenado sacerdote volvió a la zona de Tobed para vivir vida de retiro y oración. Pero sus muchas virtudes y los designios divinos lo llevaron a ser abad del monasterio de Oña. Allí creció su fama de santidad.
Un discípulo del santo, fray Juan de Alcocero describe su forma de actuar como de una paternalidad discreta, espiritual y popular: «No vivió para sí solo, sino para nosotros, porque todo el día estaba él para nosotros. Nunca se indignó de manera que en su indignación olvidase la benignidad; y no podía airarse un hombre que despreciaba las injurias y evitaba los rencores. Nunca juzgó sin comprensión, como quien sabía que el juicio de los cristianos ha de ir revestido de misericordia. El Espíritu Santo otorga su don de justicia a los más benignos, y concede a los suyos tanta equidad y justicia como gracia y piedad; de ahí que nuestro padre Iñigo guardaba rectitud al examinar lo justo y misericordia al decidir la sentencia. En la solicitud de su monasterio e iglesias imitó la fe y caridad de todos los apóstoles, obispos y abades».
Así pues, después de 1000 años en los que se ha solicitado varias veces que las reliquias del santo volvieran a Calatayud aunque fuera por unas horas, y aunque en 1597 algunos restos óseos se entregaron a Calatayud para poder venerar al santo, nunca se había podido conseguir el retorno, aunque momentáneo, de este santo bilbilitano. Fue hace un par de meses que en una reunión en Oña a la que asistió el concejal de turismo de la ciudad, Sergio Gil, al hacer una ofrenda floral a san Íñigo, hablando con el párroco de San Salvador de Oña, Cecilio Haro, todo se puso en marcha. Cabe decir que ya en el año 2000 se había trabajado para celebrar el milenario del nacimiento del santo con sus reliquias en la ciudad que lo vio nacer.
La fiesta
Calatayud se vistió de gala y recibió la urna con los restos de san Íñigo con respeto y veneración. El obispo de Tarazona, D. Eusebio Hernández, junto con el vicario general, el abad de Santa María, el párroco de Oña y el resto del clero de la ciudad, fue el encargado de acoger los restos. Le acompañaban autoridades locales, civiles y militares, así como las cruces de las cinco parroquias de la ciudad, representando a todos los bilbilitanos.
La misa solemne, presidida por el obispo diocesano, se celebró en la colegiata del Santo Sepulcro. Participó la coral Bilbilitana, y moniciones, peticiones y ofrendas se prepararon desde las parroquias. Al terminar, salió la procesión con una representación de cofradías y hermandades de la ciudad, como es tradicional. Cuando la procesión pasaba por lo que fuera el monasterio de san Benito, lugar donde se encontraba la casa natal de san Íñigo, se leyó un salmo y se quiso tener un pequeño espacio para la oración.
Al terminar la procesión y el tradicional reparto de panes del santo, las reliquias, en absoluta intimidad, fueron cargadas en el transporte en el que vinieron y regresaron a Oña.
Un modo de vida santo
Como escribía D. Eusebio en una de sus últimas cartas dominicales:
“San Íñigo es un modelo de vida contemplativa. En él encontramos las palabras del Santo Padre en la constitución apostólica ‘Vultum Dei quaerere’ (2): «Desde el nacimiento de la vida de especial consagración en la Iglesia, hombres y mujeres, llamados por Dios y enamorados de él, han vivido su existencia totalmente orientados hacia la búsqueda de su rostro, deseosos de encontrar y contemplar a Dios en el corazón del mundo. La presencia de comunidades situadas como ciudad sobre el monte y lámpara en el candelero (cf. Mt 5,14-15), en su misma sencillez de vida, representa visiblemente la meta hacia la cual camina toda la comunidad eclesial que se encamina por las sendas del tiempo con la mirada fija en la futura recapitulación de todo en Cristo, preanunciando de este modo la gloria celestial»”.