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Recibid el Espíritu Santo

Pedro Escartín
27 de mayo de 2023

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del domingo de Pentecostés – A –

En este domingo de Pentecostés, hemos escuchado el mismo evangelio que algunos años se lee en el domingo de Pascua (Jn 20, 19-23). Jesús se puso en medio de sus discípulos, con gran sorpresa por parte de ellos, y les dio un doble regalo: el Espíritu Santo y la paz. Siempre me ha intrigado el desconcierto de los discípulos en aquella tarde de Pascua; reiterar la misma lectura cincuenta días después de la Pascua es como si la Iglesia pensara que seguimos desconcertados…

– ¿O no es así? -he preguntado a Jesús cuando hemos estado dispuestos a empezar la tertulia-.

– Yo no diría que piensa que seguís desconcertados, sino que quiere que sigáis valorando lo decisivo que fue aquel encuentro -me ha corregido, cogiendo su taza de café entre las manos-.

Después de tomar un sorbo, ha proseguido:

– Si mi primer encuentro con los discípulos, una vez resucitado, te parece desconcertante, ¿no será porque ni ellos contaban con palpar mi cuerpo vivo después de aquella horrenda muerte ni vosotros estáis dispuestos a creer todo lo que mi resurrección significa?

– Puede que sea así -he reconocido-, pero me ha sorprendido escuchar un relato que se viene repitiendo durante el tiempo de Pascua.

– Pues la repetición no resulta inútil. Estáis tan deseosos de oír cosas nuevas que no siempre reparáis en la novedad que contiene lo que ya habéis oído. El evangelio de este domingo subraya la convicción de que cumplo lo que prometo -me ha recordado sin acritud-. Durante la Cena de Despedida les había dicho: «No os dejaré huérfanos: volveré a estar con vosotros», y el evangelista escribe que allí me planté en medio de ellos. También les había dicho: «Dentro de poco ya no me veréis y poco después me volveréis a ver»; de nuevo es el evangelista quien constata que los discípulos me vieron y «se llenaron de alegría al ver al Señor». En aquella larga conversación añadí: «Si me voy, os enviaré el Paráclito y tendréis paz»; el evangelista recuerda que les dije: «la paz con vosotros…; recibid el Espíritu Santo». En la noche de la Cena los consolé al decirles: «Yo voy al Padre»; cuando me dejé ver por María Magdalena le recordé: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios». La convicción de que yo, lo mismo que el Padre, cumplimos lo que prometemos, es imprescindible para que la paz germine en vuestro ánimo; por eso, es útil repetir, recordar y meditar mis palabras.

– Me doy por vencido -le he dicho tratando de cambiar de tema-; ya habrás notado que no pierdo el pelo de la dehesa: me enzarzo en lo secundario sin reparar en lo importante.

– Y ¿qué es lo importante? -ha replicado, tentando mi curiosidad-.

– Pues, dos cosas -he respondido-: que, con el Espíritu, diste a los tuyos el poder de perdonar y que les prometiste que el Espíritu los guiaría «hasta la verdad plena». Pero, ¿no les habías dicho ya que tú eres “el camino, la verdad y la vida…? ¿Cuál es esa “verdad plena”?

– Así es -me ha replicado sonriendo y apurando su café-. Cuando curé al paralítico de Cafarnaúm, le dije: “¡Ánimo!, hijo, tus pecados te son perdonados”, y algunos escribas murmuraron: “Está blasfemando; sólo Dios puede perdonar pecados”. El Espíritu que he enviado a mi Iglesia también le da la capacidad de perdonar en nombre del Padre y, además, la lleva de la mano para que, a lo largo de la historia, descubra el sentido de mis palabras. Ahí tienes la “verdad plena”, que no lográis conocer de una vez para siempre. Cada día «el Espíritu de la Verdad os guía hasta la verdad plena»; por eso, la Iglesia se mantiene en pie, a pesar de vuestra fragilidad y de la complejidad del mundo.

– ¡Gracias por el don de tu Espíritu! ¿Qué haríamos sin Él? -le he dicho al despedirnos-.

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