Quien pierde, gana

Pedro Escartín
1 de julio de 2023

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XIII domingo del tiempo ordinario – A –

En el evangelio de este domingo (Mt 10, 37-42), Jesús concluye su primera instrucción a los Doce al enviarlos a anunciar que el Reino de los Cielos está llegando. Pero les hace unas recomendaciones, más exigentes que condescendientes. Me temo que aún no estaban preparados para asumir aquella llamada… Por eso, he querido comentarlo con Jesús:

– ¿No fuiste algo imprudente al plantear a tus discípulos unas renuncias tan fuertes? Apenas habían empezado a seguirte y tú les pides que rompan con su familia, que carguen con la cruz y que estén dispuestos a perder la vida. ¿Tú crees que ya estaban preparados para tanto?

– Pues tan imprudente como tú, que acabas de dudar de mi capacidad de empatizar con mis discípulos -me ha replicado-.

– Es que un café no da para largos preámbulos -he respondido tratando de justificarme.

– Tampoco yo disponía de todo el tiempo del mundo. Mi vida pública iba a ser breve y terminaría de un modo abrupto. Cuanto antes cayesen en la cuenta de lo que requería el Reino de los Cielos, mejor -me ha respondido después de tomar un sorbo de café-. Además, en la extensa enseñanza que hice a la muchedumbre en el monte, ya habían oído que yo no venía a abolir la Ley y los Profetas, sino a darles plenitud. ¿Cuántas veces repetí: “habéis oído que se dijo a los antepasados…, pero yo os digo…”? En cada uno de esos recordatorios, propuse una llamada a vivir plenamente los preceptos del decálogo, pues el Padre me había enviado para sellar con todos vosotros una nueva Alianza.

– De modo que, si queremos seguirte, hemos de estar dispuestos a pasarlo mal -he replicado con gesto serio-.

– Si lo ves así, es que no me has entendido -ha añadido-. Tenéis que cambiar el punto de mira. Decís que queréis ser felices y eso mismo es lo que desea el Padre: que seáis felices. Pero, ¿cómo llegar a serlo? Cuando se mira la vida con los ojos empañados por el atractivo del placer, del dinero, del poder o de la multitud de cosas que anuncian la felicidad, siempre os falta algo para conseguirla. Recuerda la parábola del rico insensato (Lc 12, 13-21); aquel pobre hombre pensó que sería feliz porque había conseguido una gran cosecha, y aquella noche se murió. En cambio, quien ha descubierto que amar a Dios y a los hermanos, aunque haya que sacrificarse, da la felicidad ése es feliz. Ni las cosas, ni la salud, ni el prestigio social, ni las muchas cosas que anuncia la publicidad os hacen felices; en cambio…

– ¡Creo que tienes razón! -le he interrumpido sin poderme contener-. Seguramente lo recuerdas, pero no quiero callarlo, porque expresa lo que estamos hablando mejor que muchas explicaciones. Hace unos años, reflexionaba con un grupo de jóvenes sobre la felicidad. Nuestras elucubraciones duraron dos o tres reuniones y no terminábamos de estar de acuerdo. Un día fuimos a visitar a las hermanas de un monasterio de clausura; entre ellas había jóvenes y mayores, hablaron con unas y con otras, escucharon de qué vivían y qué hacían; yo veía que aquellos jóvenes se quedaban impresionados. Al regresar, uno de ellos exclamó: “Nosotros llevamos un mes discutiendo cómo ser felices y acabamos de encontrarnos con estas mujeres, que no tienen nada de lo que nosotros ansiamos, y, sin embargo, ¡son felices!”. Habían descubierto dónde está la fuente de la felicidad.

– Lo recuerdo muy bien. Por eso no tuve empacho en pedir a mis discípulos que estuvieran dispuestos a perder la vida por mí y por el Evangelio. En este negocio, quien pierde a los ojos del mundo, gana a los ojos del Padre, pero muchos no lo entienden y huyen de lo que podría hacerlos definitivamente felices -ha concluido mirando la hora y pidiendo la cuenta-.

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