Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XIX domingo del tiempo ordinario – A –
Hemos vuelto a escuchar el relato continuado del evangelio de san Mateo (Mt 14, 22-33) que se interrumpió el domingo pasado. Después de dar de comer a una multitud milagrosamente, Jesús apremió a sus discípulos a que se embarcaran y pasaran a la otra orilla, mientras él se quedó a solas hablando con el Padre. Los volvió a encontrar en medio del mar cuando el viento arreciaba y zarandeaba la barca. Se nos ha dicho que el evangelista conservó este episodio por el carácter simbólico y eclesial que esta escena tiene para la comunidad cristiana.
– Pues les diste un buen susto caminando sobre las aguas. Ya que ibais al mismo sitio, ¿por qué no embarcaste con ellos? -he dicho a Jesús después de saludarnos-.
– Porque debían hacerse a la idea de que pronto tendrían que ser ellos quienes hicieran frente a las dificultades -me ha respondido con la mirada serena-. Yo no iba a estar siempre visible a sus ojos…
– Y les saliste al encuentro andando sobre el agua del lago; ¿no te parece un poco retorcido? No me extraña que se asustaran y pensaran que eras un fantasma; ¿no había un modo más “normal” de reunirte con ellos? Si no les hubieras apremiado para que pasaran a la otra orilla… -he dejado caer cogiendo mi taza y tomando un sorbo de café-.
– Ya te he dicho que pronto serían ellos solos quienes tendrían que hacer frente a las dificultades -me ha respondido pacientemente-. Además, también les gustaba experimentar. Cuando les dije que era yo quien caminaba sobre el agua, Pedro quiso probarlo y me dijo: «Si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua». ¡Lástima que, al sentir la fuerza del viento, le entrase miedo y empezara a hundirse!
– Y tuvo que escuchar tu reproche, que no fue pequeño: «¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» Pedro era pescador y estaba acostumbrado a los vaivenes del agua cuando se agitaba aquel mar de Galilea; aquella noche el viento debía ser muy recio -he insistido-.
– Lo era, ciertamente. Pero las dificultades y persecuciones a las que él tendría que hacer frente cuando tuviera en sus manos el timón de la barca de mi Iglesia no serían menores; aún tenía mucho que aprender antes de que yo le dijera: «apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». Pedro era frágil, pero generoso; ante el descaro de una criada en el patio del Sumo Sacerdote, negó conocerme, pero cuando cantó el gallo lloró amargamente su cobardía; poco a poco su fanfarronería dejó pasó a la humildad. Cuando en la orilla del lago le pregunté: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» (Jn 21, 15-17), el pobre se entristeció de que se lo preguntase por tres veces y respondió con una sinceridad que me conmovió: «Tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero», y no añadió ‘más que éstos’. Este era el Pedro que ya estaba maduro para ser la piedra sobre la que edificase mi Iglesia. Yo sabía que, a pesar de sus defectos e inicial falta de fe, podía dejar en sus manos el timón de mi barca, porque aprendió que, como yo, debía servir sin esperar a ser servido.
– Y se quedaron desconcertados al subirte a la barca con Pedro de la mano y amainar el viento… Entonces todos hicieron la misma confesión de fe que hizo Pedro, cuando les preguntaste: «¿Quién decís que soy yo?» Todos dijeron: «Realmente eres el Hijo de Dios…»
– Lo mismo dijo el centurión pagano al pie de la cruz al verme morir. El evangelista escribió todo esto para que vosotros, ante las tormentas que siempre zarandean la barca de la Iglesia, me sintáis presente y no vaciléis por las contradicciones y pecados que la afligen…
– Ni nos desconcierte la paradoja de una Iglesia hecha para una humanidad paradójica: ella es nuestra madre que nos ha dado la vida que tú eres -he dicho marchando a pagar los cafés-.