Son palabras del papa Francisco en Fratelli tutti, con las que invita a soñar juntos, porque “solos se corre el riesgo de tener espejismos”. Con ellas, somos convocados a celebrar Pentecostés, la gran fiesta del laicado cristiano, en este año todavía marcado por la pandemia y sus molestas secuelas.
Hace un año, en febrero de 2020, se produjo un “nuevo Pentecostés” en la Iglesia de España: un Congreso de Laicos con un lema: “Pueblo de Dios en salida”. Los que lo vivieron en primera persona experimentaron una nueva irrupción del Espíritu, que el resto de la Iglesia acogió con el deseo de incorporar en su vida alguna de las líneas de acción diseñadas en el Congreso. El dichoso Covid-19 y la responsabilidad moral de contener su difusión nos ha mantenido en situación de espera hasta que podamos
normalizar los encuentros, tan necesarios para llevar a término las iniciativas evangelizadoras que reclamaba aquella actitud “en salida”. Pero no hemos enterrado el talento recibido ni hemos estado ociosos; en estos largos meses de aparente hibernación, el Espíritu Santo nos ha venido sosteniendo y guiando: la vida eclesial ha seguido activa, las plataformas virtuales han facilitado nuevos modos de encuentro y el Evangelio se ha hecho vida en una rica e imaginativa variedad de acciones samaritanas. Pero, como dijo el papa Francisco la pasada semana, al reanudar las audiencias públicas de los miércoles, no es lo mismo hablar a la gente que tienes delante que hablar a una cámara.
Sin embargo, mientras llega la nueva normalidad, se nos convoca a construir esos sueños que son la “hermosa aventura” que el Papa nos dice que es la vida, y que “nadie puede pelearla aisladamente”: los sueños se construyen juntos, reza el lema de este Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. Con una expresión típica de su argot, el Papa nos recuerda algo muy antiguo: que la vida es una lucha continua. Como se nos decía ya hace muchos años con una frase de reminiscencias bíblicas, militia est vita hominis super terram (la vida del hombre en la tierra es un batallar). Francisco lo expresa gráficamente con ese verbo: “pelear”, y añade que esto no es posible hacerlo aislados. Si la invitación a superar el aislamiento es válida para cualquier situación de la vida, es mucho más necesaria para la vida cristiana, que es una vida de hermanos y hermanas con una meta común: alcanzar el reinado de Dios. Nunca lograremos que
Dios reine y que, gracias a Él, desaparezcan la pobreza, la injusticia, el dolor y la muerte, si andamos cada uno por nuestro lado.
Por eso, añade: “se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos!” No hacen falta muchas explicaciones para entenderlo; lo que se necesita es llevarlo a la práctica. Tal convicción está en la raíz de la vida cristiana; no se sabe si fue el mártir Cipriano de Cartago o el prolífico escritor Tertuliano o algún otro de los “padres” entre los siglos II y III, quien acuñó la frase “unus christianus, nullus christianus” (un cristiano aislado no es cristiano), que bien puede considerarse nuestra seña de identidad, como explicaba en el siglo IV Agustín de Hipona en sus “Confesiones”, a propósito de la conversión del filósofo Mario Victorino.
Francisco lo ha dicho gráficamente: “Solos se corre el riesgo de tener espejismos, en los que ves lo que no hay”. Este nuevo Pentecostés nos convoca a afianzar la comunión mediante el afecto mutuo, la colaboración, la participación en la misma y única Eucaristía y el no desentendernos de las dificultades de los hermanos, como premisa ineludible para “salir” a decir a otros que mantengan la ilusión y la confianza porque Cristo vive.