Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XX domingo del tiempo ordinario
Jesús, cansado de tantos enfrentamientos con los maestros de la ley, decidió retirarse a Tiro y Sidón, que eran consideradas ciudades paganas. Allí ocurrió algo que ha narrado el evangelio de este domingo (Mt 15, 21-28) y que llevó a Jesús a alabar la fe de una mujer pagana, con la que, a mi juicio, se mostró demasiado duro. ¿O no? Ahora lo sabremos…
– De nuevo ha aparecido en tu vida el país de Tiro y Sidón -le he dicho una vez acomodados en la cafetería-. ¿Qué se te había perdido en aquellas ciudades pecadoras?
– ¿No recuerdas que son los enfermos los que necesitan del médico? -me ha respondido rápidamente-. Además, allí no había fariseos ni maestros de la ley con sus argucias un día tras otro. En algún momento yo tenía que descansar…
– Pero tampoco estuviste de brazos cruzados -he replicado y he tomado un sorbo de café-.
– No; pero lo que hice fue gratificante -me ha respondido sonriendo-.
– Pues a primera vista no me lo parece. Dejaste que aquella mujer cananea anduviera detrás de vosotros suplicando, tanto que los discípulos insistieron para que la atendieses, aunque no fuera más que para quitárosla de encima -he dicho moviendo la cabeza con gesto perplejo-. Permite que te diga que tu comportamiento con ella no cuadra contigo, ése no era tu estilo: decirle que no está bien echar a los perros el pan de los hijos parece una injuria.
– Ciertamente, fue una de las ocasiones en las que me resultó más duro dar largas a una buena persona, que amaba a su hija y sufría al verla sufrir. Pero era necesario llevar las cosas al límite para que se pusiera de manifiesto la calidad de la fe de aquella mujer -me ha dicho con gesto compungido pero sereno, y ha tomado un sorbo de café-.
Después ha continuado:
– La fe es indispensable para que el Padre actúe en vuestras vidas. El evangelista Mateo narra en los capítulos 8 y 9 de su evangelio alrededor de diez momentos en los que el poder divino irrumpió en la vida de los hombres, y en todos ellos aparece la fe del beneficiario o de sus allegados como un paso previo para que Dios intervenga. Un leproso me suplicó: «Si quieres puedes limpiarme…», los amigos del paralítico me lo pusieron delante descolgándolo por el techo, ya que no podían entrar por la puerta…, una mujer desahuciada tocó furtivamente mi manto, convencida de que si lo tocaba se curaría…, un magistrado no se avergonzó al postrarse ante mí diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá…», dos ciegos, en Cafarnaúm, me confesaron abiertamente que yo podía devolverles la vista… Si quieres, continúo.
– No hace falta -he dicho apabullado-.
– Sí que hace falta -ha rectificado-, porque no quiero que se olviden las palabras de otro pagano, un centurión romano, que me pidió que curase a su criado. Dijo algo que nunca había oído en labios de los hijos de Israel: «No soy digno de que entres en mi casa; basta que lo mandes de palabra y mi criado quedará sano». La fe de este pagano, tan segura como la de la mujer cananea, decía a gritos que el evangelio estaba llegando a los paganos y que los signos del Reino se manifestaban entre ellos. Pero siempre hubo quienes aceptaban con dificultad que los paganos entrasen en el Reino de los Cielos. Por ello, quise que se viera que la fe también puede ser patrimonio de los que están fuera. Por eso tensé la cuerda con aquella cananea; así pude decirle: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!». Espero que te sirva para aprender…
– Me sirve -he dicho mirándole, mientras él buscaba unas monedas, y yo le daba las gracias-.