Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del XXIX domingo del tiempo ordinario – A –
El evangelista Mateo nos recuerda que la oposición de las autoridades contra Jesús fue convirtiéndose en conjura. A los ancianos y a los sumos sacerdotes se unieron los partidarios de Herodes y, por supuesto, los fariseos. Entre todos ellos dieron con la pregunta perfecta para acorralarlo frente al gobernador romano o desprestigiarlo ante el pueblo: «¿Es lícito pagar impuesto al César o no?». No era fácil sortear aquella trampa, que sin embargo Jesús desenmascaró con una lección de teología política…
– ¡Qué astutos fueron tus enemigos! -le he dicho refiriéndome al evangelio de hoy (Mt 22, 15-21)-. Si respondías que el impuesto no era lícito, te podrían acusar de rebeldía y, si decías que era lícito, el pueblo te tacharía de colaboracionista…
– Antes de seguir, quiero decirte que yo no consideré enemigos a los que vinieron con esa pregunta; eran ellos los que me tenían como enemigo suyo y, aunque traté de sacarlos de su error, persistieron en acosarme. Por eso les dije: «¡Hipócritas! ¿por qué me tentáis?». Luego, pedí que me mostraran la moneda con la que pagaban el tributo, que tenía grabado el rostro del César -me ha dicho pausadamente y ha tomado un sorbo de café antes de continuar-: Si estaban en contra del tributo, ¿por qué no pagaban con la moneda del Templo en lugar de pagar con la del César? Además, no todos pensaban igual: los partidarios de Herodes y los Sumos Sacerdotes estaban a favor del impuesto, porque se beneficiaban de él; los grupos revolucionarios, los zelotes, se oponían con violencia a pagar, y los fariseos ni desautorizaban a los zelotes ni se manifestaban en contra del impuesto. En fin, más que enemigos míos eran unos pobres hombres incapaces de ser honestos consigo mismos y sinceros ante Dios, mientras que la gente sencilla se veía obligada a soportar aquella ceremonia de confusión.
– De esto ha habido mucho en todos los tiempos, también ahora -he subrayado-.
– Es verdad -me ha respondido moviendo su cabeza con pesar-. Pero nunca hay que dar por perdida la batalla contra el mal; lo que entonces dije puede iluminar ahora vuestra conducta. Por de pronto, superad toda tentación de hipocresía, pues lo que más me dolió fue aquel comienzo tan zalamero: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, porque no te fijas en las apariencias». Tras esta declaración de honestidad, me lanzaron una pregunta envenenada, con la que confiaban comprometerme. Esto es maldad en estado puro: tender trampas bajo capa de bondad…
– Es algo que ocurre a diario entre nosotros, sobre todo en la vida pública -le he interrumpido mirándolo fijamente-. Ahí tienes el drama de los migrantes, que los líderes ni son capaces de acoger ni de promover políticas que impidan que la pobreza y la guerra obliguen a esas pobres gentes a dejar su familia y toda su vida para lanzarse hacia un futuro incierto y terriblemente duro… Y ¿qué me dices de ese afán enfermizo de separarnos en lugar de unirnos? El rosario de incoherencias y mentiras engorda día a día…
– Pero no olvides que la hipocresía pública tiene mucho que ver con la mentira y el egoísmo en la vida de cada persona. Cuando no os decidís a reconocer a Dios como único Señor, buscáis el bienestar en las monedas del César. Dádselas, pues, al emperador, ya que llevan su imagen, pero dad a Dios la moneda en la que el Padre ha dejado inscrita su imagen: en vuestros hermanos, los seres humanos -ha dicho con rostro serio y apurando su café-.
– ¡Buena teología política! -he dicho sacando el monedero-: someternos sólo a Dios como único Señor y relativizar todo lo demás, incluido el poder político, pero ¡qué difícil resulta!
– Y así os va por no hacerlo -ha concluido poniéndose en pie-.