Los últimos que serán los primeros

Pedro Escartín
20 de agosto de 2022

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del Domingo XXI del tiempo ordinario.

Todo el mundo busca ocupar un lugar en las primeras filas en los espectáculos y actos culturales, y no digamos en los eventos sociales…, excepto en el templo, en el que, incomprensiblemente, muchos prefieren los últimos bancos. Así ha introducido el párroco la homilía sobre el evangelio de este domingo (Lc 13, 22-30), que termina diciendo: «Mirad, hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos». ¿Por qué esta advertencia?

– Hoy no son muy tranquilizadoras tus palabras -he dicho a Jesús en cuanto nos hemos acomodado-: entre la puerta estrecha, los que se quedarán fuera gritando: ¡Ábrenos!, y la inversión de puestos en el banquete del Reino, estoy algo escamado…

– Porque no has entendido mis palabras o porque tienes mala conciencia… -ha puntualizado amablemente, mientras disolvía el azucarillo en su taza de café-.

– ¡Hombre! -he reaccionado sin pensarlo dos veces-, primero dices que la puerta es estrecha y luego, que muchos intentarán entrar y no podrán… ¿Es el Reino una carrera de obstáculos?

– Si fuera una carrera de obstáculos, toda esa gente de oriente y occidente, del norte y del sur que se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en la mesa del Reino de Dios lo hubieran tenido muy crudo, porque ni conocían la Ley ni les hablaron los profetas, y nunca pisaron el Templo de Jerusalén, y sin embargo tendrán un puesto en la mesa…

– Entonces, ¿quiénes lograrán entrar? -he dicho abriendo las manos-.

– Escucha con un poco de paciencia y lo comprenderás -ha replicado dejando la taza sobre la mesa-. Todo empezó porque uno me preguntó: “¿Son pocos los que se salvan?” No preguntó cuántos se salvan, sino si son pocos. Y ¿por qué preguntó si son pocos? Porque los fariseos enseñaban que sólo se salvarían los israelitas, mientras que los esenios, que eran exageradamente intransigentes, lo ponían más difícil, pues exigían además unas duras penitencias. Yo no quise apoyar a los fariseos, porque había sido enviado a Israel y al mundo entero, y tampoco quise apoyar a los esenios, porque la misericordia del Padre no tiene fin; así que me limité a recordar que la puerta es estrecha y aconsejé que hay que esforzarse. El banquete del Reino es para todos, pero por lo menos hay que querer participar en él.

– Y los que clamaban en la puerta: “Señor, ábrenos”, ¿no querían entrar?

– Querían, pero como se quieren algunas cosas: sin verdadero deseo, igual que aquellas amigas de la novia (Mt 25, 1-13) que no previeron llevar alcuzas de aceite con las lámparas. Pensaban que les bastaba con ser israelitas y haber oído alguna vez mis enseñanzas, pero sin tomar en serio mis palabras -ha añadido mirándome a los ojos-. ¿Recuerdas la parábola del fariseo y el publicano que subieron al Templo a orar? (Lc 18, 9-14). Al publicano, la Palabra le tocó el corazón y estaba sinceramente arrepentido; en cambio, al fariseo, la Palabra sólo le sirvió para enorgullecerse con las buenas obras que practicaba. ¿Cuál de los dos era justo a los ojos del Padre? El corazón es lo que importa y, para cambiarlo, hay que «esforzarse en entrar por la puerta estrecha», pues la ancha es la de la autosuficiencia y el engreimiento.

— O sea, que “los de fuera” pueden estar mejor dispuestos a acoger el Reino que “los de toda la vida” -he rematado la conversación y el café-.

— Pueden…, y por eso, «hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos», y encima a los primeros les dará rabia que los otros se sienten junto a sus grandes patriarcas. Así de contradictorios sois en algunas ocasiones -ha recalcado mientras abandonábamos la cafetería-.

– Y los que clamaban en la puerta: “Señor, ábrenos”, ¿no querían entrar?

– Querían, pero como se quieren algunas cosas: sin verdadero deseo, igual que aquellas amigas de la novia (Mt 25, 1-13) que no previeron llevar alcuzas de aceite con las lámparas. Pensaban que les bastaba con ser israelitas y haber oído alguna vez mis enseñanzas, pero sin tomar en serio mis palabras ?ha añadido mirándome a los ojos?. ¿Recuerdas la parábola del fariseo y el publicano que subieron al Templo a orar? (Lc 18, 9-14). Al publicano, la Palabra le tocó el corazón y estaba sinceramente arrepentido; en cambio, al fariseo, la Palabra sólo le sirvió para enorgullecerse con las buenas obras que practicaba. ¿Cuál de los dos era justo a los ojos del Padre? El corazón es lo que importa y, para cambiarlo, hay que «esforzarse en entrar por la puerta estrecha», pues la ancha es la de la autosuficiencia y el engreimiento.

— O sea, que “los de fuera” pueden estar mejor dispuestos a acoger el Reino que “los de toda la vida” -he rematado la conversación y el café-.

— Pueden…, y por eso, «hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos», y encima a los primeros les dará rabia que los otros se sienten junto a sus grandes patriarcas. Así de contradictorios sois en algunas ocasiones -ha recalcado mientras abandonábamos la cafetería-.

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