La Iglesia celebra este domingo la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado con el lema «Libres de elegir si migrar o quedarse». El mensaje de los obispos para esta Jornada, en sintonía con las reflexiones del papa Francisco, explica que los migrantes escapan de sus lugares de origen debido a la pobreza, al miedo o la desesperación. Francisco nos invita a poner el foco en las causas, “para acabar finalmente con las migraciones forzadas, por lo que se hace necesario el trabajo común de todos, cada uno de acuerdo a sus propias responsabilidades”.
Es ya una constante la cantidad de mensajes xenófobos con los que se nos bombardea a diario a través de las redes sociales en las que participamos. Vídeos, titulares, viñetas, estadísticas que ponen el foco en sucesos protagonizados por migrantes con el ánimo de generar un rechazo a partir de una visión sesgada de la realidad. Desgraciadamente, no somos pocos los cristianos que a veces también participamos de este siniestro comportamiento, bien de forma activa o callando ante estos ataques que recibimos a diario en nuestros teléfonos móviles.
«Me di cuenta de lo que significaba «calidad de vida». Ya no era poder irte de vacaciones unos días, era tener cubiertas las necesidades básicas con sólo tu salario»
La Iglesia nos llama hoy a detenernos en la realidad concreta que padecen muchos de nuestros vecinos que han tenido que dejar su país de origen obligados por las circunstancias. Iglesia en Aragón ha elegido la historia de Ana, que llegó de Cuba hace 2 años y 9 meses y que a día de hoy sigue intentando cumplir el sueño de residir legalmente en nuestra comunidad. Ana tiene 32 años y jamás se planteó dejar su patria hasta que vino a España para participar en un proyecto de investigación, una vez acabada su carrera de Derecho. «Me di cuenta de lo que significaba “calidad de vida”. Ya no era poder irte de vacaciones unos días, era tener cubiertas las necesidades básicas con sólo tu salario», nos dice desde Huesca, donde reside ahora. El camino no está siendo fácil sin embargo. Tras solicitar una beca del Banco Santander y la Universidad de Zaragoza, Ana pudo volver de nuevo a España en calidad de estudiante. Pero tras dos años, había que renovar la tarjeta de residencia. «Necesitaba 8000 euros de requisito y no tenía ni para comer. Estaba desesperada». Fue entonces cuando su pareja le animó a quedarse y encontrar un trabajo como fuera. «Trabajé desmontando enchufes durante un mes, pensando que me pagarían 0,22 cts por enchufe cuando en realidad eran 0,02 cts. Gané 76 euros después de pelarme las manos durante un mes entero». Su intento casi la hizo desistir, tras sentirse estafada y con sólo 76 euros en el bolsillo. «Era muy difícil encontrar trabajo porque a los estudiantes extranjeros entonces no se nos permitía trabajar legalmente». Ana se sentía al borde de la depresión. Buscó trabajo en Zaragoza pero su situación hacía difícil conseguir un empleo. «Nunca me llamaban», nos dice. Sin embargo, un día encontró a una mujer que le propuso trabajar en Huesca. «Doy gracias a Dios por las personas que ha puesto en mi camino», nos dice. Allí fue donde conoció al equipo de Cáritas Diocesana. «Estoy muy agradecida. Han sido como mis ángeles de la guarda. El hecho de que te hagan sentir que no estás sola, que se preocupan por ti…», relata emocionada. De hecho, Ana colabora actualmente con Cáritas, «aportando mis conocimientos en el ámbito jurídico. Ha sido una experiencia genial». Ahora, sueña con poder conseguir todos los permisos que le lleven un día a obtener la nacionalidad. «Mi sueño sería traerme a mi madre y a mi abuela, que son las que me han animado a quedarme aquí», nos dice Ana, quien apunta que en su país las cosas no sólo no han mejorado sino que están aún peor: «Hay cortes interminables de luz; sigue habiendo escasez de alimentos y mi abuela no tiene la medicación que precisa para su enfermedad».
Mateo 25
Ante estas historias reales, el papa Francisco nos recuerda en su carta con motivo de la Jornada Mundial del Migrante y Refugiado las palabras de Jesús: «Porque tuve hambre, y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25,35-36). Estas palabras, nos dice el papa, «resuenan como una exhortación constante a reconocer en el migrante no sólo un hermano o una hermana en dificultad, sino a Cristo mismo que llama a nuestra puerta. Por eso, mientras trabajamos para que toda migración pueda ser fruto de una decisión libre, estamos llamados a tener el máximo respeto por la dignidad de cada migrante; y esto significa acompañar y gobernar los flujos del mejor modo posible, construyendo puentes y no muros, ampliando los canales para una migración segura y regular. Dondequiera que decidamos construir nuestro futuro, en el país donde hemos nacido o en otro lugar, lo importante es que haya siempre allí una comunidad dispuesta a acoger, proteger, promover e integrar a todos, sin distinción y sin dejar a nadie fuera».