Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio de la fiesta de la transfiguración del Señor – A –
Hoy se interrumpe la lectura continuada del evangelio para contemplar el hecho insólito de la transfiguración de Jesús (Mat 17, 1-9), que la Iglesia celebra el día 6 de agosto. También se ha leído la segunda carta de Pedro (2 Pe 1, 16-19), en la que el apóstol recuerda su experiencia de aquella jornada. Impresionado por este recuerdo, he saludado a Jesús con una apreciación:
– Me parece que dejaste a Pedro bastante abochornado; después de que confesara valientemente que eres el Hijo de Dios vivo, le encomendaste que fuera el fundamento de tu Iglesia. Pero luego le dijiste que se apartase de ti y le llamaste “Satanás”, porque, con su manera de pensar, te hacía tropezar, pues sus pensamientos no eran los de Dios, sino los de los hombres (Mt 16, 21-23). Pienso que lo dejaste desconcertado delante de los Doce.
– Así es, amigo -me ha replicado y hemos tomado un primer sorbo de café-. Reconozco con dolor que debí actuar de esta manera. Si él iba a ser la “piedra” sobre la que yo edificaría mi Iglesia, tenía que tener muy claro que ser el Mesías no sería fácil, ni para mí ni para mis discípulos: yo debía soportar la pasión para llegar a la resurrección y ellos tenían que saberlo.
– Y seguramente se sintieron desanimados con este anuncio y con las condiciones para seguirte, que manifestaste a continuación -he añadido con rotundidad-.
– No te falta razón -me ha respondido-. Mis discípulos no eran perfectos y, como a todo ser humano, les repugnaba el sufrimiento y se sentían atraídos por los momentos gloriosos de la vida. Para animarlos me llevé a tres de ellos: Pedro, Santiago, mi pariente, y su hermano Juan hasta lo alto del monte y les mostré mi gloria, la que se haría patente en mi resurrección.
– O sea, que les diste una de cal y otra de arena, como se dice vulgarmente -he exclamado espontáneamente-.
– También debía hacerlo así, pues todavía estaban dando los primeros pasos para ser discípulos míos con todas las consecuencias -me ha dicho y ha tomado otro sorbo de café-. En lo alto de la montaña me vieron hablando con Moisés y Elías, y con mis vestidos deslumbrantes, como en las mejores teofanías del Antiguo Testamento. Esto los dejó perplejos y los dispuso a seguirme a pesar de todo.
– Tanto es así que Pedro exclamó: ¡qué bien se está aquí! Estaba dispuesto a quedarse contigo y propuso hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Se olvidó de él y de sus compañeros, que dormirían al raso, supongo -he añadido sonriendo-.
– Pedro era así de impulsivo y generoso -ha reaccionado con evidentes muestras de cariño hacia Pedro-. Pero no hubo tiempo para hacer ninguna choza ni para responderle, porque la visión quedó envuelta por una nube luminosa y el Padre, como ya había ocurrido cuando fui bautizado por Juan en el río Jordán, autentificó mi identidad diciendo: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Creo que el presenciar mi transfiguración los animó y compensó del disgusto que se llevaron cuando anuncié mi pasión y muerte.
– Pero hay algo que me intriga. ¿Por qué, mientras bajabais de la montaña, les dijiste: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos»?
– Porque cada cosa a su tiempo. Yo buscaba que emprendiesen conmigo el camino de la obediencia a la voluntad del Padre y que evitasen la tentación de un mesianismo glorioso y fácil. Y Pedro tomó nota de todo ello como dio a entender en el recuerdo de este acontecimiento al que aludía en su segunda carta y hoy has escuchado… -me ha dicho dejando unas monedas sobre la mesa con un gesto de despedida al camarero-.