La crisis del coronavirus ha aumentado las atenciones del comedor en un 33,3% y ha obligado a contratar a dos personas. “Todo el que viene aquí encuentra una mano tendida”, señala el sacerdote Ramón ManeuSon las 12.40 del jueves dos de abril y faltan veinte minutos para que abra sus puertas el comedor social de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Zaragoza. Unas 70 personas hacen fila en una calle desierta por el estado de alarma, mientras, en el interior, diez voluntarios ultiman las 240 bolsas que van a repartir antes de las dos de la tarde, con un primer plato (sopa de fideos), un segundo (lomo) y un postre (naranja o natillas).
Estos días, además del trozo de pan habitual, el menú contempla un refresco. “Se agradece mucho”, dice con gesto amable un usuario, parado de larga duración, que pide preservar su identidad. “Han cortado el agua y ya no podemos beber de las fuentes”, apunta resignado, antes de mostrar la tarjeta identificativa que cada día enseña a la trabajadora social: “Sin esto, no sé lo que haría”.
Al comedor, que está dotado con medidas excepcionales de higiene para evitar contagios, solo acceden quienes viven en la calle. “O los que no tienen posibilidad de calentar los alimentos en sus casas al tener la luz cortada, por ejemplo”, añade Javier Cambra, voluntario desde hace 30 años y hermano mayor de la Cofradía de Cristo Abrazado a la Cruz y de la Verónica.
Salvo dos personas, todos los beneficiarios que esperan su turno llevan mascarilla. “Se las dimos nosotros también”, precisa Cambra, muy concienciado con la prevención: “Hemos aumentado las distancias de seguridad e incorporado protocolos que buscan combatir la propagación del virus”. No en vano, las personas que acceden al comedor entran directamente al cuarto de aseo, donde se ha instalado un desinfectante de uso obligatorio.Amor a los pobres
La crisis del coronavirus ha aumentado los gastos y reducido los ingresos. Sin embargo, como explica el sacerdote Ramón Maneu, responsable de la obra social de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, ello no va a limitar la actividad: “Todo el que viene aquí encuentra una mano tendida. Nosotros partimos del Evangelio, que habla con claridad del amor a los pobres, por lo que no vamos a dejar a nadie tirado”.
Esta apuesta ha exigido contratar en los últimos días a dos personas para la cocina, ya que algunos colaboradores habituales, población de riesgo o con mayores a su cargo, se han visto obligados a quedarse en casa. “Antes de que el COVID-19 llegara a España, servíamos 180 comidas de media, frente a las 240 actuales”, sostiene Maneu, que cuenta con un equipo de 21 voluntarios, en turnos de diez u once. Atención integral
Sobre el perfil de los nuevos usuarios, el padre Ramón señala que “está apareciendo gente sin recursos que no acudía a ningún servicio social, pues se mantenía en la calle a través de la ayuda de vecinos del barrio, de bares o recogiendo chatarra, pero que, con las restricciones de movimiento, se ha quedado sin ningún tipo de apoyo”. Una realidad que obliga a prestar especial atención a la escucha, al acompañamiento humano.
Los voluntarios, conscientes de la importancia de brindar una cálida acogida, se dirigen a los usuarios por su nombre. “Para nosotros, el trato personal es fundamental, no se trata solo de repartir comida”, subraya el responsable, quien admite que, ante la singularidad de esta pandemia, ahora es más difícil contribuir a la “inserción laboral y al desarrollo integral”.
Junto al pueblo
El comedor de la parroquia del Carmen de Zaragoza es solo un ejemplo del servicio que presta la Iglesia católica en Aragón y España. Una actividad en pos del bien común que, ante la actual emergencia sanitaria, se ha multiplicado para atender las necesidades sociales, asistenciales, pastorales, espirituales, educativas y de entretenimiento ocasionadas por el confinamiento.