La palabra de Dios en la vida del enfermo (II)

Raúl Gavín
11 de enero de 2018

ADÁN Y LA ENFERMEDAD COMO ACONTECIMIENTO DE TENTACIÓN. (Gn. 3, 1-24)

La enfermedad, como expresión de la fragilidad del hombre, constituye terreno propicio para los embates del maligno que aprovecha para irrumpir en la vida del enfermo susurrando razonadamente su interpretación torcida de los acontecimientos.

Como se describe en el relato del Génesis (Gn. 3, 1-24), el diablo introduce dentro del corazón del hombre una sospecha: “si no puedo comer del árbol que está en medio del jardín, en el fondo es como si no pudiera comer de ninguno de los árboles”. Trasladada la propuesta a la vida del enfermo, resultaría de la siguiente forma: “Si no puedo andar porque debo pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas o postrado en una cama, en realidad es como si  no pudiera hacer nada”.

Aprovecha el tentador el sufrimiento del hombre para insinuar la afirmación más falsa de cuantas nunca se hayan formulado: “No es verdad que morirás, es que Dios sabe muy bien que el día que comas de ese árbol serás como Dios.” Es decir, sigue insistiendo el malvado, la enfermedad es una maldición porque te impide ser feliz, te limita, te imposibilita ser Dios. Y concluye su cortejo diabólico afirmando: si Dios permite que te acontezca tal enfermedad es que no te ama. Si realmente Dios te quisiera no te sucedería semejante fatalidad. Esta es la gran tentación que nos propone el demonio, la mentira primordial: Dios no es amor.

Aquel que acepta este engaño experimenta la separación de Dios, conoce, como Adán, el miedo, saborea la agonía de su ser, la sequedad, el sin sentido del sufrimiento, de la vida misma y de la enfermedad

Procede evocar en este punto las tentaciones a las que fue probado Jesús en el desierto o las que sufrió colgado del madero cuando los sacerdotes se burlaban de él instándole a que si era el hijo de Dios, bajase de la cruz.

San Agustín se hacía la pregunta de por qué Cristo no mostró que era el Hijo de Dios a quienes se burlaban de él. Y él mismo contestaba repreguntando de esta forma: “¿Qué exige, en efecto, más poder: bajar de la cruz o resucitar? Prefirió sufrir a los que se mofaban de él. Afrontó la cruz, no como señal de poder, sino como ejemplo de paciencia. Curó tus llagas en el mismo lugar en que sufrió por tanto tiempo las suyas. Te libró de la muerte eterna allí mismo donde él se dignó morir temporalmente. ¿Murió él o fue más bien la muerte quien recibió de él el golpe mortal? ¿Qué muerte es esta que da muerte a la muerte misma?” Sobre la íntima relación de la enfermedad con la cruz, sin embargo, nos detendremos más adelante.

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