José Manuel Domínguez Prieto, director del instituto de la familia de Orense: “La identidad de las personas la definen sus amores, esperanzas y creencias”

José María Albalad
13 de noviembre de 2016

Aprovechando su paso por el Seminario de Zaragoza, donde abordó las claves de la vocación sacerdotal, el ‘coach’ espiritual José Manuel Domínguez habla para “Iglesia en Aragón” sobre cómo llevar una vida equilibrada y llena de sentido.

Responder la llamada. Somos una totalidad integrada, de modo que tenemos que atender todas las dimensiones de la persona. Para vivir equilibradamente, hace falta descubrir la propia llamada: ¿cuál es mi lugar en la historia? Todo ser humano, incluso el no creyente, es un ser llamado a un camino y a un lugar único. Sólo desde la llamada se obtiene el criterio para vivir intensa y equilibradamente todas las dimensiones.

Tres grandes preguntas. Primero: ¿yo, realmente, a quién amo? A lo mejor amo a mi empresa, a mi equipo de fútbol o a mi cuenta corriente. Hay que ser sincero. ¿Quién es mi Dios? Segundo: ¿en qué espero? Tener esperanza en un matrimonio mejor, por ejemplo, te lleva a poner los medios para que así sea. Tercero: ¿en qué creo? Estas tres preguntas definen mi identidad, como no pueden hacerlo la profesión, la familia, los genes o el currículum. Mi identidad la define mi llamada, es decir, mis amores, mis esperanzas y mis creencias.

Vida equilibrada. Tenemos que cuidar cada día el cultivo de la afectividad, de la vida comunitaria, de la vida corporal, de la vida intelectual y de la vida espiritual-religiosa. No es equilibrada la vida de una persona que dedica al gimnasio tres horas diarias, salvo que sea futbolista o atleta, o seis horas al estudio, salvo que sea un profesional del estudio.

Encuentro interior. Si vivo dormido, que diría el Evangelio, vivo a salto de mata: voy al trabajo, a casa, a lo que surge. Me aplasta cada momento. Todo es agobiante. En cambio, si vivo desde mi yo profundo, que es justamente donde me encuentro con Dios, tengo lucidez y serenidad para afrontar la vida. Si carezco de ese yo interior, vivo replegado en mí y disperso en el exterior. Mucha diversión, mucho viaje, muchas cervecitas… Al final tienen un efecto anestésico. Vivir desde el interior es una maravilla, porque se goza de la roca sólida que hay en lo profundo del corazón.

Si no tengo paz y alegría interior, no puedo ser luz para el mundo

Compartir espacios. Resulta imprescindible crear espacios de encuentro en la propia casa. Comer sin televisión, o no incluir ésta en la habitación de los padres o los hijos. Lo mismo pasa con el ordenador: hay que tenerlo en un lugar de uso público, para todos, y limitarlo en el tiempo. Sabemos que más de una hora y media de pantalla diaria para los adolescentes o niños es muy nocivo. Pierden capacidad imaginativa y se generan otras patologías.

El reto de educar. Hoy, menos que nunca, se sabe cómo acometer los nuevos retos que plantean los hijos del siglo XXI. Hace 30 años no estaba el problema de una posible adicción a las nuevas tecnologías: hoy es una realidad que afecta al 17% de la población española. Hay que tomar conciencia y formarse. Se necesitan personas que acompañen matrimonios. No podemos vivir solos. Es bueno compartir espacio con otras parejas para mantener una ilusión creciente en la familia.

Crisis como oportunidad. Tengo que estar preparado para afrontar conflictos sin venirme abajo. Las crisis son una oportunidad para crecer, pero se necesita preparación. A todo el mundo le parece normal cuidarse físicamente, ir al gimnasio, o llevar el coche al taller cada 15.000 kilómetros para cambiarle el aceite. Y en lo que más me importa, que es la vida familiar, ¿cuánto tiempo dedico al mes a revisar cómo nos va, a mejorar?

El valor del silencio. Es clave tener tiempo de silencio para recuperarme, para escuchar mi cuerpo, mi respiración, mis preocupaciones, mis emociones y para aquietarme. De ahí puedo pasar a hacer oración. Solo puedo verme a mí y a los demás cuando mis aguas interiores están en calma. Si no estoy en paz y con alegría interior, no puedo ser buen profesor, buen padre, buen esposo o buen sacerdote, porque estoy revuelto por dentro. Primero he de lograr esa paz interior. Dios nos pregunta una y otra vez en la vida: “¿Dónde estás respecto de tu situación más plena?”. Para eso, hace falta el silencio. Tomar conciencia de mí mismo, saber qué hago cuando hago lo que hago.

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