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Fredi Rodríguez: «La experiencia como enfermo COVID me ha confirmado que el sacerdocio es un verdadero regalo de Dios»

Diócesis de Zaragoza
4 de junio de 2020

Fredi Eresmildo Rodríguez Pineda (Pauna, Colombia, 1982) es sacerdote diocesano de Zaragoza y ha vivido/padecido en primera persona la Covid-19. Nació en el seno de un hogar católico, siendo el séptimo de ocho hijos, quedando huérfano de madre a los cuatro años de edad. Con motivo de la fiesta de ‘Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote’, nos ofrece su testimonio:

Con una gran admiración por la labor que realizaban los sacerdotes de mi entorno, en favor de la comunidad, comencé a tener esa inquietud vocacional y dos años más tarde, en el 2005, inicié un proceso de discernimiento. Fueron varias experiencias en este camino de inquietud y de búsqueda, pertenecí a una comunidad religiosa, la Congregación de la Fraternidad Sacerdotal, después a la diócesis de Chiquinquirá y finalmente a la Archidiócesis de Zaragoza.

La formación filosófica la recibí en los seminarios Cristo Sacerdote de la Ceja (Antioquia) y San José de Zipaquirá (Cundinamarca). Los estudios de teología en el seminario Misionero del Espíritu Santo de la Ceja y concluí todo este proceso en el seminario metropolitano de San Valero y San Braulio de Zaragoza como estudiante en el Centro de Estudios Teológico de Aragón, asociado a la Pontificia Universidad de Salamanca.

En mi condición de seminarista colaboré en las parroquias de San Valero, Nuestra Señora de Altabás y San Pablo; en esta última viví la etapa pastoral y ejercí el diaconado. El 15 de marzo del 2014 fui ordenado diácono y el 14 de septiembre del mismo año, recibí la ordenación presbiteral, en ambos casos de manos de monseñor Manuel Ureña, en la catedral basílica de Nuestra Señora del Pilar.

Una vez ordenado sacerdote tuve como primer destino la parroquia del Rosario, y unos meses después nombrado vicario de las parroquias Santa María la Mayor (Épila) y Santa Ana (Rueda de Jalón), de esta última, párroco desde el 2017.

He vivido estos casi seis años de ministerio sacerdotal con inmensa alegría, un gozo que brota de la cercanía y el contacto con Dios a través de la oración y de manera especial en los sacramentos de la reconciliación y de la eucaristía, alimento espiritual en el que encuentro la fuerza necesaria para hacer frente a las distintas situaciones de la vida con una mirada siempre esperanzadora. Me gusta estar con la gente y en medio de la gente como uno más, acompañando y consolando a las familias, sobre todo en los momentos de dolor, enfermedad o necesidad. Como residente de la residencia Nuestra Señora de Rodanas y en coordinación con el párroco, D. Eduardo Pérez, acompañamos espiritualmente a las religiosas, trabajadores y personas mayores y administramos los sacramentos cuando ellos o sus familias así lo requieren.

Paciente COVID, días críticos en la UCI

A mis 37 años, el confinamiento me tomó por sorpresa en esta residencia, es decir, en medio de una población bastante vulnerable. En principio, no imaginábamos que nos pudiera afectar, pero nada más lejos de la realidad; el día llegó y el virus se introdujo sigilosamente en nuestras vidas y tras el primer positivo se encendieron las alarmas. Frente a esta situación me ofrecí para ayudar y acompañar a los abuelos y a sus familias poniéndolos en contacto, a través de videollamadas, siendo testigo de momentos muy emotivos.

En este contexto contraje el virus, el Señor me llamó no solo a estar del lado de los que sufrían en ese momento, sino a vivir en carne propia la dureza de la enfermedad. Ingresé al Hospital Clínico el 28 de marzo. Tras  realizar las pruebas dí positivo en Covid-19 con una infección muy avanzada en los pulmones que hizo que los médicos tomaran decisiones urgentes. Fueron varios días en estado de coma inducido, periodo en el cual se me practicó la intubación y después la traqueostomía.

Al despertar me encontré rodeado de un excelente equipo de sanitarios, grandes profesionales, personas que arriesgan su vida para dar vida y a quienes admiro, respeto y debo eterna gratitud, porque gracias a su vocación, conocimientos, cercanía y entrega se lleva mejor la enfermedad. Soy un enamorado de la vida y eso me impulsó a luchar; la fe y la confianza en Dios fueron mi fortaleza y las oraciones de cientos de personas que en distintos lugares del mundo pedían al Señor mi recuperación, a ellos también mi gratitud.

Después de más de un mes en la UCI y otros días en planta, el 10 de mayo recibí el alta médica. Ahora me encuentro en un periodo de recuperación con resultados muy positivos.

Impulso para seguir

Por todo lo anterior, el sacerdocio para mí ha sido un verdadero regalo de Dios, en todas las comunidades me he sentido como en familia; la acogida, cercanía y muestras de cariño hacen que vea realizada aquella promesa del Señor que dice que quien deja su casa, hermanos y padres, por su nombre, recibirá cien veces más. Ya estaba convencido de esta realidad, pero la experiencia de la enfermedad como paciente COVID, me lo ha confirmado. Desde el primer momento del ingreso en urgencias del Hospital Clínico hasta hoy, no han parado de llegar esas muestras de cariño que unidos a la fe y la confianza en Dios, animan e impulsan para continuar luchando. Es verdad que los días en la UCI fueron bastante críticos, las frías paredes de aquel lugar, la ausencia de personas conocidas y la imposibilidad de comunicarme, hacían aún más difícil la estadía.

Nunca había experimentado en mi vida con tanta fuerza la fragilidad humana, pero tampoco, había contemplado de una manera tan evidente el amor de Dios que se manifiesta a través de las personas, me refiero a todo el personal sanitario y capellanes, ese grupo de profesionales que en situaciones como estas arriesgan sus vidas para que otros puedan vivir y que con su vocación ayudan al paciente a llevar de una manera diferente la enfermedad. Recuerdo a las doctoras animándome y comunicándome noticias de mi familia y personas conocidas, hasta llegar a contactarme con ellos; a las enfermeras y auxiliares entrar cantando alguna canción de la misa y tomar mi mano para contarme sus historias o darme una palabra de motivación o quienes al terminar su jornada pasaban a despedirse y al volver venían a saludar. Son gestos que en momentos como estos adquieren un gran valor; a todos ellos mi admiración y gratitud.

Finalmente, quiero aprovechar estas últimas líneas para agradecer ante todo a Dios que me ha dado la oportunidad de volver a la vida; a la poderosa intercesión de nuestra madre, la Virgen María; a mi familia en Colombia; a D. Vicente, Arzobispo de Zaragoza; a los hermanos sacerdotes de la diócesis y de otras diócesis hermanas, a las religiosas y religiosos, a las comunidades parroquiales de Épila y Rueda de Jalón; a todas las personas que en distintos lugares del mundo se sensibilizaron y oraron por mi situación; a la parroquia San Ignacio Clemente Delgado y a su párroco por ofrecer sus instalaciones como lugar de recuperación; y un agradecimiento especial a mis hermanos sacerdotes D. Sergio Alentorán, D. Gabriel Correa y D. Federico Castillo que me han acompañado de cerca en todo este proceso.

Desde mi condición de sacerdote ofrezco la oración y la eucaristía diarias en acción de gracias a Dios por la vida y por cada uno de vosotros, con una sensibilidad especial por las víctimas de esta pandemia y por sus familias, y en general para que nos proteja a todos de esta enfermedad.

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