Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del domingo III de Adviento – A –
Juan el Bautista sigue acaparando la atención del Adviento. Mateo narra más de diez curaciones, además de otros gestos de misericordia hacia la muchedumbre y hacia los “perdidos”, que Jesús hizo en sus primeros tiempos de predicador. Juan, encarcelado por haber plantado cara a Herodes, se enteró de todo ello por sus seguidores. Leyendo entre líneas el evangelio de hoy (Mt 11, 2-11), podemos pensar que éstos le dijeron: ¿ese Jesús es el que tú anunciabas?, ¿no decías que venía con el hacha en la mano? Y Juan envió a dos de ellos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»
– ¿Cómo te sentó aquella pregunta? -le he dicho nada más sentarnos-. Parece que echaba de menos en ti el bieldo, el hacha y alguna condena de los fariseos.
– Sus discípulos sólo contaron a Juan mis gestos de misericordia, aunque pronto fui también señal de contradicción. Pero yo debía hacer verdad lo que anunció Isaías para el tiempo del Mesías: «Entonces se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo…». Hoy lo habéis escuchado en la primera lectura (Is 35, 1-6).
– ¿Así que no te molestó que Juan desconfiase de ti? -he replicado con la mirada fija en Jesús y tomando un sorbo de café como para quitar hierro a la pregunta-.
– Amigo -me ha dicho con su taza en las manos-, no era Juan el que desconfiaba sino sus discípulos, que pensaban que lo que yo hacía no casaba con lo que él les había anunciado.
– Y trató de despejar su perplejidad enviando a dos de ellos a preguntarte a bocajarro: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» -he añadido-.
– Y yo aproveché la pregunta para que, tanto ellos como vosotros, os convencierais de que conmigo ha llegado el Reino de Dios anunciado por los profetas -ha continuado dejando su taza sobre la mesa-. Y, además, hice una declaración sobre lo que pensaba y sigo pensando de Juan: que «no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista». Espero haber disipado todas tus dudas sobre mi relación con Juan, ¿o no?
– No tengo ya la menor duda -he replicado-. Recuerdo aquellas preguntas retóricas que les hiciste sobre Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O fuisteis a ver un hombre vestido con lujo? ¿O a un profeta?». Con ellas nos decías que Juan no era un predicador oportunista ni un lujoso cortesano, sino un verdadero profeta, el más grande de todos…
– Sí; de todos los nacidos de mujer, como ya te he dicho -ha reafirmado, y apurando su taza ha añadido-: «aunque el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él». ¿Qué te pasa? Parece que te sorprende lo que acabo de decir.
– Ciertamente -he respondido mirándole fijamente-. ¿Cómo se entiende que el más pequeño de nosotros, pobres seguidores tuyos en estos tiempos convulsos, con tantos fallos y dudas en nuestra vida como tú conoces, seamos más grandes que Juan el Bautista?
– Porque, aunque os cueste creerlo, ya estáis viviendo en el tiempo del Mesías. Vosotros habéis experimentado mi amor entregado “hasta el extremo”; vosotros sois testigos de mi resurrección y de que la muerte no tiene la última palabra; en fin, vosotros coméis el verdadero pan bajado del cielo… No me digas que no tenéis más suerte que Juan. En la cárcel, sólo llegó a vislumbrar todo esto; vosotros lo estáis palpando…
– Y saboreando, como este café al que te invito.