Mediodía del domingo 26 de julio de 2020. Catedral basílica del Pilar. Los acordes del órgano preludian la misa funeral presidida por monseñor Vicente Jiménez Zamora, dentro de la ‘Jornada de los afectados por la pandemia’. En el templo mariano no cabe una persona más, el aforo, limitado al cincuenta por ciento, da para lo que da.
El Arzobispo, acompañado por el vicario general, el presidente del Cabildo y algunos capitulares más, acoge al alcalde de la ciudad, Jorge Azcón, acompañado por otros concejales: Natalia Chueca, Carolina Andreu, Alfonso Gómez y Julio Calvo.
Por los mayores y los difuntos
En la homilía, monseñor Vicente Jiménez, ha tenido palabras de agradecimiento a las personas mayores, colectivo más vulnerable en la primera fase de la pandemia. «Allí donde no hay respeto, reconocimiento y honor para los mayores, no puede haber futuro para los jóvenes, por eso hay que evitar que se produzca la ruptura generacional entre niños, jóvenes y mayores», ha afirmado. También se ha referido a los fallecidos: «Tenemos el sagrado deber de hacer duelo público: por dignidad de hombres, por fidelidad de hijos y por solidaridad de ciudadanos no podemos dejar que se vayan de este mundo sin más, casi a escondidas, sin despedirles, sin rendirles honor, sin agradecer sus vidas, sin lamentar públicamente sus muertes, sin ponerlos en las manos amorosas y creadoras de Dios. ¡Que los muertos permanezcan vivos en nuestro recuerdo y oración!».
En toda la Archidiócesis
En todas las parroquias y templos del territorio diocesano, la Archidiócesis se ha dedicado este fin de semana a los fallecidos por la pandemia del coronavirus, tanto el sábado, fiesta de Santiago Apóstol, como el domingo, San Joaquín y Santa Ana, ofreciendo misas en sufragio por todas las personas fallecidas durante la pandemia.
Además, se ha rezado por los contagiados y sus familias, el personal médico y de enfermería, los científicos y los farmacéuticos, autoridades públicas.
Ofrecemos a continuación el texto completo de la homilía pronunciada por el Arzobispo:
Nos reunimos como Iglesia, Pueblo de Dios, para celebrar esta solemne Misa en el domingo, día del Señor. Celebramos, en comunión con las Diócesis de España la Jornada por los afectados de la pandemia del coronavirus, Covid-19. Lo hacemos en este domingo, que coincide con la festividad de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Santísima Virgen María, día que dedicamos de una manera especial a los mayores, puesto que son los patronos de los abuelos.
En esta Jornada ofrecemos la Eucaristía por el eterno descanso de todos los difuntos a causa de la pandemia y durante la pandemia; pedimos por el consuelo y la esperanza de sus familias.
Agradecemos también de nuevo el trabajo sacrificado realizado con generosa entrega por tantas personas de los servicios sanitarios, de las autoridades, de las instituciones públicas y privadas, de los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado. Reconocemos también la disponibilidad y el servicio pastoral de los sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos.
Rezamos de una manera especial por los mayores y por las residencias de ancianos. Esta celebración desea, finalmente, pedir luz, unidad y entrega solidaria ante la grave crisis sanitaria, social, económica y laboral de consecuencias incalculables provocada por la pandemia del coronavirus, Covid-19.
Una mirada especial a los mayores
Desde el pasado mes de marzo, en que se declaró el estado de alarma y el confinamiento, hemos podido contemplar cómo los más afectados por este virus han sido los mayores, muriendo un gran número de ellos en residencias, hospitales y en sus propios domicilios. También, nuestros mayores, debido a las circunstancias tan excepcionales, son los que más han sufrido el drama de la soledad, de la distancia de sus seres queridos.
Esta Jornada nos debe servir para tomar conciencia de la importancia de nuestros mayores y el valor fundamental que tienen en nuestras comunidades como motor y fuerza de sabiduría y experiencia ante la vida. Una sociedad que abandona a sus mayores y prescinde de su sabiduría es una sociedad enferma y sin futuro, porque le falta la memoria. Allí donde no hay respeto, reconocimiento y honor para los mayores, no puede haber futuro para los jóvenes, por eso hay que evitar que se produzca la ruptura generacional entre niños, jóvenes y mayores.
Recordar a los difuntos
Pero, sobre todo, hoy es una jornada para recordar a los muertos a causa de la pandemia y durante la pandemia. Por razones de justicia, de solidaridad y, sobre todo, de caridad cristiana, tenemos el sagrado deber de recordarlos, es decir, pasarlos por el corazón. Recordar hoy a nuestros seres queridos ya difuntos es: orar; es rendirles un homenaje de gratitud; es confiarlos a la misericordia de Dios.
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- Orar. Somos creyentes católicos y no podemos contentarnos con ceremonias laicas, por muy dignas que sean, que respetamos. Pero no son suficientes. Las flores están bien, pero se marchitan; las lágrimas están bien, pero se evaporan. Necesitamos orar, porque orar por los difuntos es una idea piadosa y santa. Orar por los que nos han dejado es una manera de comunicarnos con ellos. Orar por ellos “puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor” (Catecismo de la Iglesia Católica, 958).
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Creemos en la comunión de los santos. Son lazos de amor, porque “la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que se durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe […] Se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales” (LG 49). Hoy nuestros difuntos vuelven en este momento a la memoria de cada uno de nosotros, con el deseo de reanudar un diálogo que la muerte interrumpió bruscamente.
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- Rendirles un homenaje de gratitud. Tenemos con nuestros difuntos una deuda de permanente gratitud. Somos en muchos casos deudores del sacrificio de sus vidas, especialmente de las de muchos mayores y ancianos, que nos han legado lo que somos y tenemos. “Ingrato es quien niega el beneficio recibido; ingrato es quien no lo restituye; pero de todos el más ingrato es quien olvida” (Séneca).
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Tenemos el sagrado deber de hacer duelo público: por dignidad de hombres, por fidelidad de hijos y por solidaridad de ciudadanos no podemos dejar que se vayan de este mundo sin más, casi a escondidas, sin despedirles, sin rendirles honor, sin agradecer sus vidas, sin lamentar públicamente sus muertes, sin ponerlos en las manos amorosas y creadoras de Dios. ¡Que los muertos permanezcan vivos en nuestro recuerdo y oración!
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- Confiarlos a la misericordia de Dios. Ponerlos en las manos de Dios. Las manos del Padre. De Dios sólo cabe esperar amor infinito y misericordia entrañable; Él nos ofrece vida plena y verdadera.
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La misión de la Iglesia como la del Señor es regalar “una diadema en lugar de cenizas, perfume de fiesta en lugar de duelo, un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido” (Is 61,3). Necesitamos escuchar nuevamente estas palabras y sabernos enviados para cambiar el traje de cenizas, duelo y abatimiento por el perfume de fiesta, alabanza y esperanza.
Corroborados en esta certeza, elevamos al cielo un canto de esperanza y el canto gozoso del Aleluya, que es el canto de la victoria pascual. Nuestros difuntos no han muerto solos, han muerto acompañados por la oración de la Iglesia y en diálogo íntimo con Dios. Nuestros muertos “viven con Cristo”, después de haber sido “sepultados con Él en la muerte” (cfr. Rom 6, 4). Para ellos el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa. Por esto – a pesar de la sombra de tristeza provocada por la nostalgia de su presencia visible – nos alegramos al saber que han llegado ya a la serenidad de la “patria” del cielo, donde no hay ni llanto, ni luto, ni dolor, sino alegría sin fin.
Sin embargo, como también ellos han sido partícipes de la fragilidad propia de los seres humanos, sentimos el deber, que es a la vez una necesidad del corazón, de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado.
La Virgen María en la secular advocación del Pilar se suma al llanto de sus hijos difuntos y los presenta a su Hijo el Buen Pastor, que los carga sobre sus hombres y los lleva a los pastos de las verdes praderas de su Reino.
Seguimos ofreciendo por todos los difuntos fallecidos durante la pandemia del coronavirus Covid-19 el santo Sacrificio de esta Misa, fármaco de inmortalidad y prenda de resurrección. Concédeles, Señor, el descanso eterno y brille para ellos la luz eterna. Que en el cielo los veamos. Amén.
+ Vicente Jiménez Zamora
Arzobispo de Zaragoza