«Cielos nuevos y tierra nueva, ¿cuándo los tendremos? Nuestra conversión a Dios y la de Dios a nosotros ¿producirán el cambio? Los días del Señor vendrán tras nuestra espera. El cielo y la tierra serán renovados, esto es bien seguro».
San Juan XXIII, Apunte.
Del Sínodo al jubileo. Un camino de renovación y esperanza
Debemos recuperar la capacidad de soñar. El papa Francisco ha sido muy claro al respecto: «Nos hace bien recibir el sueño de nuestros mayores para poder profetizar hoy y volver a encontrarnos con lo que un día encendió nuestro corazón. Sueño y profecía juntos. Memoria de cómo soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y coraje para llevar adelante, proféticamente, ese sueño. Esta actitud nos hará a los consagrados fecundos»1 . Frente al peligro del pesimismo, la tentación de la rutina y las opciones de retaguardia, la vida consagrada se abre hoy a la esperanza fundamentada en la fuerza del Espíritu, que nos une a Cristo y a la Iglesia en este momento de la historia. Solo así resulta posible el entusiasmo vocacional, el testimonio dinámico y creativo y las opciones de vanguardia. Solo así somos creíbles. Por eso, «la consagración será tanto más perfecta cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia» (LG 44). Vivir nuestras raíces no significa reducirnos a lo de siempre, ni a repetirlo cansinamente del mismo modo, dejándonos llevar por las seguridades materiales o estructurales y los horizontes limitados. La fidelidad nos lleva a pensar en grande, a abrirnos a la novedad y al cambio, a la fuerza del Espíritu, que un día nos hizo salir de nuestra tierra y parentela para llevarnos a otra realidad (cf. Gen 12,1), y así vivir y testimoniar en la vida cotidiana lo que «ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman» (1 Cor 2,9). El Señor nos da todo, pero nos pide todo: no solo dar, sino darnos sin tener otra seguridad más que Él. Aquí está la clave. No somos meros administradores, ni ejecutivos de una empresa, somos profetas de un tiempo nuevo, guiados por los criterios del Evangelio, que hemos asumido y hecho vida.
El Documento final del Sínodo recuerda que «la vida consagrada está llamada a interpelar a la Iglesia y a la sociedad con su voz profética». Necesitamos profetas, es decir, hombres y mujeres de esperanza, siempre directos y nunca débiles, en los que sea reconocible su pasión por la verdad, su unión íntima con Dios y su disponibilidad para entregar la propia vida4. La sinodalidad es un proceso de escucha y discernimiento orientado a la participación en la misión de la Iglesia desde la comunión con Cristo. Porque el encuentro con el Resucitado «implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad». Todo esto debe estar presente en la vida consagrada, experta en sinodalidad práctica. En ella tenemos tres elementos que valorar, desarrollar y compartir:
• La escucha al Espíritu Santo. Solo así podremos abrir procesos de discernimiento en una constante renovación y actualización del carisma, profundizando en él y buscando el modo de vivirlo en radicalidad, según las particulares circunstancias de tiempo, lugar y cultura. Tan peligroso es diluir el carisma, dejando que pierda su fuerza, su ir contracorriente, su capacidad de cuestionar y sacudir las conciencias, como la tentación de fosilizarlo y convertirlo en una referencia falsamente espiritualista, normativa, conceptual y formalista, sin tocar la realidad concreta en la que se desarrolla. El Verbo se hace carne, el Evangelio entra en la historia. Una de las líneas de trabajo en el Sínodo ha sido la de articular unidad y pluralidad, favoreciendo la valoración de los contextos.
- La fraternidad apostólica. El Sínodo ha retomado la imagen de Iglesia como Familia de Dios, asociada al deseo de una Iglesia cercana y relacional, que sea hogar. En un mundo individualista y fracturado, donde crece la polarización y la agresividad, también dentro de la Iglesia, la vida consagrada debe ofrecer un testimonio vivo de comunión cristiana. Tener una sola alma y un solo corazón (cf. Hch 4,32) se presenta como reto y tarea para toda comunidad que celebra la eucaristía. Desde esta unidad en el amor, la integración de la diversidad cultural en la vida consagrada constituye una profecía para la Iglesia y el mundo. Esto nos lleva también al intercambio de dones y a la imprescindible colaboración intercongregacional. Además, el Sínodo hace referencia concreta a dos importantes realidades, que pueden ser de gran ayuda y fuente de inspiración en la Iglesia: las instituciones y procedimientos consolidados (capítulos, visitas canónicas, etc.) y la arraigada cultura de transparencia, rendición de cuentas y evaluación.
- El servicio a la Iglesia. La sinodalidad se refiere al estilo peculiar que califica la vida y la misión de la Iglesia expresando su naturaleza como el caminar juntos para anunciar el Evangelio10. La misión ad gentes es, podemos decir, el objetivo de la sinodalidad y «permite al pueblo de Dios anunciar y testimoniar auténtica y eficazmente el Evangelio». La vida consagrada es profundamente misionera, no se cierra en sus propias seguridades, sino que se abre al servicio de la Iglesia y siente con ella. Aquí se integran tanto la dimensión orante, que nunca puede ser un ejercicio autorreferencial, como la actividad apostólica, que no es una mera ocupación ni tiene un objetivo exclusivamente asistencial. La vida consagrada, además, debe integrarse en la vida diocesana para enriquecerla con la peculiaridad de su carisma. En este sentido el Sínodo reconoce la capacidad que tiene la vida consagrada «de arraigarse en el territorio y, al mismo tiempo, de conectar lugares y ámbitos diversos, incluso a nivel nacional o internacional». El proceso sinodal ofrece la posibilidad de una renovación profunda en la Iglesia, también en la vida consagrada, porque es una llamada a la coherencia y a la autenticidad. Se trata de generar procesos de escucha y discernimiento orante, que nos lleven a una experiencia vivamente cristocéntrica y, por tanto, intensamente eclesial. Los cambios no se producen por arte de magia, ni las verdaderas transformaciones tienen lugar a golpe de ocurrencias geniales o por la presión de grupos ideológicos. Se generan desde la base y en la vida cotidiana, planteándonos con autenticidad y valentía qué quiere el Señor de nosotros hoy, en este momento de la historia, y buscando la respuesta desde la escucha al Espíritu, que habla en el pueblo de Dios, en la comunión que es la Iglesia. Se trata, por tanto, de priorizar los procesos frente a los eventos, siempre efímeros. La renovación se da solo en el seguimiento del Señor, es decir, «en el compromiso al servicio de su misión, en la búsqueda de los modos para serle fiel». Resuenan actualísimas las palabras del papa san Pablo VI a los consagrados: «Una pregunta apremiante nos abruma hoy; ¿cómo hacer penetrar el mensaje evangélico en la civilización de masas? ¿Cómo actuar a niveles donde se elabora una nueva cultura, donde se va creando un nuevo tipo de hombre, que cree no tener ya necesidad de redención? Estando todos llamados a la contemplación del misterio de la salvación, os dais cuenta del serio empeño que de tales interrogantes deriva para vuestras existencias y qué estímulo para vuestro celo apostólico».
El Documento final del Sínodo insiste en un concepto decisivo que enlaza todas sus partes: la conversión que, ya en el Instrumentum laboris, aparecía vinculada a la noción de reforma. Esta necesaria respuesta voluntaria y liberadora a la llamada del Evangelio consiste en la renuncia a ser nuestro propio creador, a buscarnos únicamente a nosotros mismos y aceptar depender de Dios, del amor creativo, a entrar en el dominio del misterio desde la entrega confiada en la comunidad de la Iglesia. En la realidad de la conversión elegimos la reciprocidad de amor, la disponibilidad total a dejarnos formar y guiar por la Verdad que no es una idea, sino una persona que nos conoce, llama y acompaña y a quien asumimos como referente primordial de nuestra existencia. Creo, sinceramente, que la conversión, más que un acto de fe, es una realidad de amor caritas (cf. 1 Cor 13,13). Solo desde esta experiencia de amor fundante y esencial, los consagrados podemos asumir la causa de Jesús, proseguir su proyecto, su realidad salvífica para la existencia propia y ajena. Y solo así encontramos el sentido, porque la referencia fundamental del cristianismo no es la fe en Dios, sino el amor: amor a Dios y amor al prójimo. En este contexto, fe no significa «creer en la existencia de Dios», sino «creer en el amor de Dios».
Ahora bien, san Agustín, con frase rotunda, advierte que «aunque se nos encarece en primer lugar el amor de Dios, por ser mayor, y luego el amor al prójimo, se comienza por el segundo para llegar al primero: pues si no amas al hermano, a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios, a quien no ves? (cf. 1 Jn 4,20)». De ahí que el cristiano, especialmente el consagrado, «sabe que no puede olvidar a los pobres, a los últimos, a los excluidos, a los que no conocen el amor y están sin esperanza, ni a los que no creen en Dios o no se reconocen en ninguna religión instituida. Los lleva al Señor en la oración y luego sale a su encuentro, con la creatividad y audacia que le inspira el Espíritu»20. La misericordia, de la que tantos testimonios encontramos en los institutos de vida consagrada, no es una filantropía genérica, ni una mera compasión; consiste en encontrar a Jesucristo en la persona sufriente. Y nuestra misión es la de curar a los heridos y fortalecer a los débiles (cf. Ez 34,16). Por eso, «la voluntad de escuchar a todos, especialmente a los pobres, que promueve el estilo de vida sinodal, contrasta fuertemente con un mundo en el que la concentración de poder excluye a los pobres, a los marginados y a las minorías. La concreción del proceso sinodal ha mostrado hasta qué punto la Iglesia misma necesita crecer en esta dimensión».
Mi experiencia, no solo en el Sínodo de los Obispos, sino en todo el proceso sinodal, a pesar de las dificultades, el cansancio, las resistencias al cambio, es la de haber vivido un auténtico kairós, una oportunidad que el Señor nos ofrece, un regalo de su gracia. Se concreta ahora el anuncio del papa san Juan Pablo II de que Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se advierte su comienzo. Lo peor que nos puede ocurrir —son palabras del papa Francisco— es caer en el «sueño del espíritu», es decir, dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción, la resignación y, en ocasiones, la amargura. Por eso la tarea de los consagrados es la de «cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios». A pesar de los límites, la aparente lentitud o la desigual implicación, la semilla sembrada ya está dando frutos. Se requiere humildad y paciencia. Y confiar en el Espíritu, que hace su obra. Como advertía el papa Francisco, tal vez nos falte hoy esta pequeña virtud humilde que es la esperanza. Tenemos versiones mundanas: el optimismo, el buen sentido… Pero no se trata de esto, sino de la esperanza, la más pequeña pero la más fuerte de las virtudes, la que no decepciona nunca. Seguimos haciendo camino, santo pueblo fiel de Dios, asumiendo con gratitud el Jubileo 2025. Mirar el futuro con esperanza equivale a tener una visión de la vida llena de entusiasmo para compartir con los demás.
«Una llama temblorosa ha atravesado el espesor de los mundos.
Una llama vacilante ha atravesado el espesor de los tiempos.
Una llama ansiosa ha atravesado el espesor de las noches. […]
Una llama inextinguible, inextinguible al soplo de la muerte. […]
Esa pequeña esperanza que parece de nada. Esa niñita pequeña. Inmortal».
Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud.
Luis Marín de San Martín, OSA
*Texto extraído de los materiales de la CEE para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada
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