Tras culminar el camino cuaresmal, el Domingo de Ramos nos introduce en la celebración de la Semana Santa. La liturgia de la Iglesia, a través de las celebraciones que se suceden en el Triduo Pascual, pone ante nosotros los misterios centrales de nuestra fe: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Os invito a vivir estos días santos con intensidad y con el anhelo de llegar a hacer experiencia de que significa la Resurrección del Señor.
La sobria intensidad de los días santos estalla con el acontecimiento de la Resurrección de Cristo. Él ha derrotado a la muerte, ha vencido al pecado y nos abre las puertas para alcanzar la vida eterna. Así lo celebraremos al culminar las celebraciones del Jueves y Viernes Santo.
De la Resurrección, brota toda la vida de la Iglesia y afecta de modo singular a la existencia misma de todos los cristianos. Creer en el Resucitado se convierte para el creyente en un compromiso de vida. Desde la mañana de la Resurrección, los testigos de la misma han recibido el encargo de transmitir a los demás esa dicha (Cfr. Mt 28, 7). Un mensaje de optimismo y esperanza se adueña de la Iglesia naciente. Se irá creando en la conciencia de sus miembros la necesidad del compromiso evangelizador por parte de todos.
La Iglesia que hoy peregrina en nuestra Diócesis debe asumir en este momento de la historia el reto de la nueva evangelización, la capacidad de asumir la fecunda dinámica de la conversión pastoral, que nos lleve a ser una Iglesia en salida, una Iglesia en estado permanente de misión como nos reclama el papa Francisco. La fe en el Resucitado debe engendrar en el corazón de la Iglesia diocesana la alegría de la experiencia cristiana que nos debe llevar a superar nuestro cansancio y debilidad. Es verdad que la tarea de la evangelización se encuentra frente a nuevos desafíos que cuestionan prácticas ya consolidadas, que debilitan caminos habituales y estandarizados; en una palabra, que obligan a la Iglesia a interrogarse nuevamente sobre el sentido de sus acciones de anuncio y de transmisión de la fe.
Pero la presencia del Resucitado impide que nos cerremos en nosotros mismos, con una resignación estéril y frustrante. Hay que romper con los vestigios de temor, cansancio y aturdimiento que el contexto evangelizador actual haya podido inducir en nosotros. No es ese el modo de reaccionar de la Iglesia a lo largo de su historia, ni puede serlo entre nosotros actualmente. La acción permanente de Espíritu Santo y el trabajo que, por parte de todos, debemos seguir realizando en nuestra diócesis mirando al futuro con ilusión, deben llenarnos de confianza y energías para anunciar y proclamar el Evangelio a través de nuevos caminos, con la confianza que engendra la certeza de la presencia del Resucitado que nos sigue alentando, a través de la acción del Espíritu Santo, a llevar adelante la tarea encomendada por el mismo Jesús después de su Resurrección: “Id al mundo entero y anunciad el evangelio”. (Mc 16,15)