A todos los que creemos en Dios, se nos puede arrebatar todo, incluso la vida; pero no nuestros sueños

Raúl Romero López
10 de mayo de 2021

1 Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,

nos parecía soñar:

2 la boca se nos llenaba de risas,

la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:

“El Señor ha estado grande con ellos”.

3 El Señor ha estado grande con nosotros,

y estamos alegres.

4 Que el Señor cambie nuestra suerte,

como los torrentes del Negueb.

5 Los que sembraban con lágrimas

cosechan entre cantares.

6 Al ir, iba llorando,

llevando la semilla;

al volver, vuelve cantando,

trayendo sus gavillas.

INTRDUCCUÓN

El salmo 126 evoca la alegría que ha suscitadoentre los piadosos judíos, el cambio deactitud de Dios para con los desterrados enBabilonia y el retorno de los primeros repatriados.

Evoca también el deseo ardiente de que pronto retornen los demás exiliados, para que les ayuden en la tarea difícil de restaurar Jerusalén y el país entero.

“El salmo se distingue por la riqueza y delicadeza de emociones, la finura y lo adecuado de sus imágenes, la presencia de motivos, la exactitud medida de sus términos” (Ángel González).

El peregrino que visita Sión tiene la sensación de venir del destierro, ya que su verdadera tierra es Jerusalén. Para un judío vivir lejos de Jerusalén es como vivir en el destierro.

REFLEXIÓN-EXPLICACIÓN SOBRE EL MENSAJE ESENCIAL DEL SALMO

A los que creemos de verdad, nos puede faltar el pan y el agua; el vino y la sal; y hasta la salud y la misma vida. Pero nadie podrá arrebatar nuestros sueños (v.1).

Para los judíos, la vuelta de los cautivos de Babilonia era una obra indiscutiblemente divina. Yavé es quien suscita a Ciro y le inspira la libertad de los judíos. Es Dios quien conduce, de una manera misteriosa pero real, las caravanas del retorno.

Los judíos, por debajo de esta obra exterior prodigiosa, descubren otra obra espiritual mucho más prodigiosa todavía: su retorno moral, la conversión del corazón.

Los judíos saben muy bien que el destierro ha sido un castigo saludable de Dios. Ellos no han sido fieles a la Alianza. Es verdad que todos los días recitaban el Shemá: “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5). Pero esto sólo lo decían con los labios.

Había muchas zonas del alma y del corazón que no eran de Dios. El desierto les ha hecho reflexionar y cambiar de actitud. Es precisamente ahora cuando se cumplen las palabras del profeta: “Os daré un corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un corazón de carne” (Ez 36,26).

Algunos autores como A. Maillot y Lalierre, traducen este versículo primero de esta manera: “Cuando el Señor volvió con los que volvían a Sión”. Aquí no sólo se dice que era Dios el que los acompañaba en el retorno, sino que el honor de Dios era restaurado a la vez que el pueblo.

La fama del Dios de Israel se deterioró con el exilio. Los pueblos vecinos podían decir: ¿Dónde está vuestro Dios que no los ha librado del destierro? “Al llegar a las diversas naciones, profanaron mi santo nombre, pues decían de ellos: Son el pueblo del Señor y han tenido que abandonar su tierra (Ez 36,20).

Ahora, con el retorno a Jerusalén, se restablece el honor de Yavé que se había deteriorado. Y esto produce al salmista una gran alegría.

¡Nos parecía soñar!…

Normalmente los humanos somos más proclives a aceptar las malas noticias que las buenas. Cuando alguien nos habla de una desgracia familiar, le creemos del todo. En cambio, cuando se nos da una buena noticia no lo acabamos de creer. Nos parece un sueño. Esto sucedió a los judíos cuando recibieron la noticia de que ya podían regresar a Jerusalén. Y a los apóstoles cuando se les anunció la noticia de la Resurrección de Jesús.

¿Realistas o soñadores? Los profetas fueron unos soñadores. Supieron así levantar la moral de su pueblo. Nosotros, los que creemos en la Resurrección de Jesús, podemos y debemos soñar. Cualquier tiempo pasado fue peor. Y lo que esperamos es infinitamente mejor que lo que vivimos.

Los ojos, después de haber llorado, ven mejor (v.2).

Ha cambiado la suerte. En el destierro hemos llorado tanto que la boca se nos llenó de lágrimas. “Junto a los canales de Babilonia nos sentábamos a llorar” (Sal 137,1). Allí los babilonios nos invitaban a cantar, pero nosotros teníamos la lengua seca. ¡Cómo cantar un cántico al Señor en tierra extranjera! (v. 4). En cambio, ahora nuestra lengua se llena de alegría y nuestra boca de música. Ahora se cumplen los sueños de los profetas: “Entonces se dirá: la tierra que estaba devastada se ha convertido en un jardín de Edén, y las ciudades arruinadas y destruidas han sido fortificadas y habitadas” (Ez 36,35).

El Señor siempre es grande, pero no siempre le dejamos obrar a lo grande (v.3).

Dios siempre es grande y no puede dejar de serlo porque no puede dejar de ser Dios. Pero Dios no siempre está grande con nosotros. Estar grande significa obrar a lo grande.

Dios ha estado grande con su pueblo cuando éste regresó de Babilonia. Y Dios estuvo pequeño con su pueblo durante el destierro.

Dios siempre quiere estar grande, obrar a lo grande. Cuando obra a lo grande, obra a sus anchas, como él quiere, como a él le gusta.

A lo grande obra Dios en la naturaleza. Todos los años la vida estalla en millones de árboles y arbustos. El que suscita esa vida no es un espíritu tacaño, sino derrochador. Y de ese derroche, de ese despilfarro, de esa sin medida, brota la belleza de la nueva vida.

Cuando se trata de criaturas racionales, muchas veces Dios no puede obrar a lo grande porque somos nosotros los que le limitamos: le ponemos trabas, obstáculos, a todo lo que él nos quiere dar. Y ¿qué pasaría si nos dejáramos libremente trabajar por Dios? Ocurriría algo, tan fantástico como lo que sucedió con María, la madre de Jesús. “El Poderoso hizo obras grandes en mí” (Lc 1,49).

Siempre que le dejamos a Dios ser Dios y no ponemos límite a su acción, brota espontánea la alegría. Como sucedió al pueblo de Dios: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”. Y María entonó el Magníficat. Tal vez no hemos caído en la cuenta de que la raíz profunda de nuestra tristeza está en que nos empeñamos en querer ocupar en nuestro corazón el lugar que pertenece a Dios.

Dejemos que Dios nos desborde con el torrente de su Espíritu (v. 4).

En medio de la alegría que rezuman los versículos anteriores, hay todavía una sombra de tristeza: Muchos judíos no han vuelto aún a Jerusalén.

Aquí el salmista hace una súplica intensa para que vuelvan. En la región sur de Palestina una tormenta podía hinchar los ríos que normalmente van con un hilillo de agua o casi secos. Así el Señor podría hacer que, de repente, todo el pueblo en masa volviera y no en el poquito a poco que no posibilitaba una verdadera restauración.

“Los judíos, ya repatriados rezan por los que quedaron en Babilonia” (san Atanasio).

“La semilla crece sola”.  Con la caricia del sol, con la caricia del viento, con la caricia del agua, con la caricia de Dios (v.5).

A la fatiga de la siembra se contrapone el gozo de la cosecha. Cuando el sembrador siembra la semilla no sabe si va a recoger cosecha. A veces los que siembran son muy pobres y, para poder sembrar, tienen que quitarse el pan de la boca. El sembrar exige sacrificio.

Aquí en este salmo, la imagen representa la marcha penosa camino del exilio. Fue una siembra costosa. Pero mereció la pena. El regreso a Jerusalén fue la gran cosecha. Al volver los repatriados traían a sus espaldas gavillas repletas de libertad perdida. De nuevo podían tomar sus cítaras y cantar en su patria.

Jesús hablaba de su muerte y resurrección en términos de siembra y cosecha: “Si el grano de trigo cae en tierra y no muere, queda infecundo; en cambio, si muere, da fruto abundante” (Jn 12,24).

Mientras estamos en esta vida es tiempo de sementera. El labrador, antes de echar la semilla, ha labrado la tierra, ha quitado las malas hierbas, ha abonado el campo, lo ha regado… Después se ha ido tranquilamente a casa y ha esperado el tiempo de la siega.

La siembra es obra del hombre. La cosecha es obra de Dios. La cosecha dará el treinta, el sesenta o el ciento por uno. Pero no dará nada si no se ha sembrado.

Lo nuestro es sembrar. Y sembrarlo todo: la tierra buena, el camino y el terreno pedregoso. Por nosotros, que no quede. No nos cansemos nunca de sembrar.

Sembrar la vida de amor, de ternura, de dulzura, de esperanza, de justicia, de paz. Aunque nos cueste esfuerzo y fatiga y sudores, no nos cansemos de sembrar el bien. Un día habrá cosecha. De eso se encarga Dios. “Alegraos y regocijaos en aquel día porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Lc 6,23).

TRASPOSICIÓN CRISTIANA

Jn. 16,21: Decía Jesús: “La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre”

San Agustín: “Tú, al que llenas de ti, lo elevas; mas, como yo aún no me he llenado de ti, soy todavía para mí mismo una carga”.

Santo Tomás: “El mismo Dios en persona es el premio y el término de todas nuestras fatigas”.

Kraus: “Hubo en otro tiempo aguas refrescantes y vivificadoras, cuando Yavé cambió la suerte de Sión: pero ahora los valles regados por los arroyos están secos. El vigor salvífico se ha desvanecido. Se pide a Yavé que milagrosamente renueve los manantiales agotados e imprima un giro decisivo en la suerte de la comunidad”.

A. Churaqui: “Los judíos que sobrevivieron al exterminio nazi y se embarcaron hacia Palestina, al ver el monte Carmelo, llenos de emoción, “cantaron el Sal 126, que parecía haber sido escrito para esta circunstancia: el retorno de los presos de Sión hacia la tierra pometida. El salmo se convirtió, de una forma imprevista, en una realidad que palpitaba en nuestras vidas heridas. ¡Los prisioneros que el Señor traía, liberados al fin, a la tierra prometida, éramos nosotros! La risa que llenaba la boca del salmista hace ya 2.500 años era nuestra risa y nuestra lengua cantaba su cántico”

ACTUALIZACIÓN

Este tiempo de “pandemia” no es el más propicio para soñar. Más bien es tiempo propicio para la queja, el lamento, las lágrimas, la desesperación.  Y sin embargo es tiempo de mirar al pasado y constatar lo que ocurrió al pueblo de Israel. Hubo un tiempo de desolación, cuando los judíos estuvieron desterrados en Babilonia. Lo expresan de esta manera: “En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia”. (Daniel 3,38). Un profeta del Exilio, Ezequiel, tuvo una gran visión: El Pueblo es “Un montón de huesos secos”. No se puede expresar de un modo más plástico la situación del pueblo. Y, sin embargo, ¿qué anuncia el profeta? 5Esto dice el Señor Dios a estos huesos: “Yo mismo infundiré espíritu sobre vosotros y viviréis. 6Pondré sobre vosotros los tendones, haré crecer la carne, extenderé sobre ella la piel, os infundiré espíritu y viviréis. Y comprenderéis que yo soy el Señor”» (Ez 37,5-6)

A un creyente, le puede faltar todo; todo menos Dios. Y ese Dios que sopló sobre el barro y apareció el primer hombre, Adán, puede infundir en nosotros un espíritu de vida y de esperanza.

PREGUNTAS

1.- Siempre que me he separado de Dios he vivido en el destierro. Cuando he vuelto a él, ¿he experimentado la alegría del retorno?

2. ¿Está mi grupo cristiano abierto a la utopía? ¿Tiene capacidad de soñar? ¿Cuáles son sus sueños?

3. En el mundo que me rodea hay gente fatalista. Piensan que su suerte no puede cambiar. ¿Estoy capacitado para darles razones para la esperanza?

ORACIÓN

“Cuando el Señor cambió la suerte de Sión”

Señor, la ciudad de Jerusalén, tu ciudad, fue arrasada por los enemigos y sus habitantes fueron deportados a Babilonia.

Un día tú los sacaste de Egipto, del país de la esclavitud y los llevaste a la tierra de la libertad. ¿Cómo pudieron caer de nuevo en la esclavitud después de haber gozado de libertad? La respuesta es clara: porque te abandonaron a ti y no fueron fieles a la Alianza.

Pero tú, Señor, no los dejaste en la esclavitud. Los sacaste de Babilonia y retornaron de nuevo a Jerusalén.

A veces, yo también he vendido mi libertad y me he hecho esclavo de mis pasiones. También yo he vivido en Egipto y en Babilonia. Te doy gracias porque un día cambiaste mi suerte y me acercaste a la persona de tu hijo Jesús.

En él está el monte Sión, un monte de libertad, de amor, de felicidad. En este monte quiero vivir y morir.

¡Nos parecía soñar!…

Señor, de las penas y sufrimientos de esta vida ya sé bastante, pero en ningún momento quiero que el peso del realismo corte las alas de mis sueños. Por encima de todo quiero ser optimista, quiero ser soñador. Decididamente quiero apostar por la utopía.

Desde mi fe en la Resurrección, afirmo que la vida es bella, que vale la pena luchar por hacer un mundo más humano, más justo, más fraterno, más habitable.

Desde mi fe en la Resurrección afirmo que cualquier tiempo pasado fue peor y que lo que me espera es infinitamente mejor que lo que estoy viviendo.

Me da náuseas un mundo sin sueños, sin ilusión, sin esperanza, sin utopías. Dame la gracia de vivir siempre enamorado de la vida.

“Los que siembran con lágrimas cosechan entre cantares”

Señor, tú eres el sembrador. Lo sembraste todo: hasta los caminos, los cardizales y el terreno pedregoso. Nunca te cansaste de sembrar. Al final, tú mismo te sembraste en el surco y regaste la semilla con tus propias lágrimas, con tu misma sangre. Pero, al tercer día, resonaron en el cielo y en la tierra los cánticos por la nueva cosecha. El Padre te resucitó, te glorificó. Tú, Señor, también cambiarás un día mi llanto en alegría eterna.

ORACIÓN EN TIEMPO DE LA PANDEMIA

Señor Resucitado: Mora en cada uno de nuestros corazones, en cada enfermo del hospital, en todo el personal médico, en los sacerdotes, religiosos y religiosas dedicados a la pastoral de la salud, en los gobernantes de las naciones y líderes cívicos, en la familia que está en casa, en nuestros abuelos, en la gente encarcelada, afligida, oprimida y maltratada, en personas que hoy no tienen un pan para comer, en aquellos que han perdido un ser querido a causa del coronavirus u otra enfermedad. Que Cristo Resucitado nos traiga esperanza, nos fortalezca la fe, nos llene de amor y unidad, y nos conceda su paz. Amén

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