En el quinto y último capítulo de ‘Gaudete et exsultate’, el papa Francisco advierte que la vida cristiana es un combate permanente. Una lucha “muy bella” porque permite celebrar la victoria del Señor en nuestra vida, pero que requiere “fuerza y valentía para resistir las tentaciones del diablo y anunciar el Evangelio”. Veamos las últimas reflexiones del Santo Padre sobre cómo vivir una santidad auténtica en nuestro mundo.
Luchar contra la fragilidad y el diablo. No se trata solo de un combate contra el mundo y la mentalidad mundana, que nos engaña, nos atonta y nos vuelve mediocres sin compromiso y sin gozo. Tampoco se reduce a una lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás). Es también una lucha constante contra el diablo, que es el príncipe del mal. Jesús mismo festeja nuestras victorias.
La fuerza del mal. No aceptaremos la existencia del diablo si nos empeñamos en mirar la vida solo con criterios empíricos y sin sentido sobrenatural. Precisamente, la convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva.
Algo más que un mito. No pensemos que es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea. Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos. Él no necesita poseernos. Nos envenena con el odio, con la tristeza, con la envidia, con los vicios. Y así, mientras nosotros bajamos la guardia, él aprovecha para destruir nuestra vida, nuestras familias y nuestras comunidades.
Dios nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado
Despiertos y confiados. Nuestro camino hacia la santidad es también una lucha constante. Quien no quiera reconocerlo se verá expuesto al fracaso o a la mediocridad. Para el combate tenemos las armas poderosas que el Señor nos da: la fe que se expresa en la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la celebración de la Misa, la adoración eucarística, la reconciliación sacramental, las obras de caridad, la vida comunitaria, el empeño misionero.
La corrupción espiritual es peor que la caída de un pecador, porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad. “No nos entreguemos al sueño”. Porque quienes sienten que no cometen faltas graves contra la Ley de Dios, pueden descuidarse en una especie de atontamiento o adormecimiento.
El discernimiento. ¿Cómo saber si algo viene del Espíritu o si su origen está en el espíritu del mundo o en el espíritu del diablo? La única forma es el discernimiento, que no supone solamente una buena capacidad de razonar o un sentido común, es también un don que hay que pedir. Si lo pedimos confiadamente al Espíritu Santo, y al mismo tiempo nos esforzamos por desarrollarlo con la oración, la reflexión, la lectura y el buen consejo, seguramente podremos crecer en esta capacidad espiritual.
Una necesidad imperiosa. Todos, pero especialmente los jóvenes, están expuestos a un zapping constante. Sin la sabiduría del discernimiento podemos convertirnos fácilmente en marionetas a merced de las tendencias del momento.
Habla, Señor. Solo quien está dispuesto a escuchar tiene la libertad para renunciar a su propio punto de vista parcial o insuficiente, a sus costumbres, a sus esquemas.
Lógica del don y de la cruz. Hace falta pedirle al Espíritu Santo que nos libere y que expulse ese miedo que nos lleva a vedarle su entrada en algunos aspectos de la propia vida. El discernimiento no es un autoanálisis ensimismado, una introspección egoísta, sino una verdadera salida de nosotros mismos hacia el misterio de Dios, que nos ayuda a vivir la misión a la cual nos ha llamado para el bien de los hermanos.
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