Mi opinión poco o nada puede importar a nadie. Eso es claro. Pero me siento ciudadano español y quiero cumplir mi deber. Si a alguno le ayuda mi sencilla reflexión, muy bien. Si en alguien influyo, que sea para el ‘sí votaré´.
Dicen los entendidos que, probablemente, estamos ante las elecciones más abiertas, más inciertas en su resultado, de toda la etapa democrática que estamos viviendo en España desde 1978.
Corrupción, mentiras, insultos, bajo nivel de muchos líderes políticos, intereses partidistas y no universales, falta de ética, pocas propuestas ilusionantes… son razones, entre otras, que están creando en muchos una decisión, creo, no democrática, ni responsable: No votar el 28 de abril. Legítima decisión, sin duda, pero no la mejor en mi opinión.
Viviendo a pie de calle, uno escucha con mucha frecuencia que el interlocutor no sabe a quién va a votar. Que se encuentra muy desorientado. Que no se fía de ningún partido, ni de muchos de sus líderes nacionales.
Yo soy uno de esos indecisos en estos momentos. Votaré, pero ¿a quién? Tenemos todos mes y medio para pensarlo y decidirnos. No tapándonos las narices al votar. Nada hay perfecto en este mundo. Lo mejor de la historia humana, y de cada uno de nosotros, es que siempre estamos en proceso. Un proceso hacia adelante y mejor; pero, a veces, hacia atrás y peor. Lo que sí es cierto es que no cualquier tiempo pasado fue mejor. El futuro sí podemos hacerlo mejor entre todos. Poco a poco. En proceso.
Votar no tapándonos las narices por el mal ‘olor’. Tampoco con el optimismo ingenuo de que mi partido político ‘de siempre’ es lo mejor, aparezca quien aparezca. Aunque la fidelidad a las propias ideas no es ningún mal. Votar, sí, con el realismo del valor humilde de mi voto. Y con la esperanza de que así, votando, estoy haciéndome responsable de mi ser ciudadano y de que colaboro para que la democracia, el menos malo de los sistemas políticos –como se repite con frecuencia-, no muera ni pierda fuerza. También el voto en blanco puede reafirmar la democracia.
La política es necesaria. No por fatalismo: ‘no hay más remedio’, sino porque toda vida comunitaria necesita respeto solidario, leyes justas, atención a los más desfavorecidos de nuestra sociedad, convivencia humanamente digna, buscar el bien común… Y esta es la misión de los políticos. Por eso la política, por sí misma, es una misión necesaria y noble. Surge del deseo de trabajar por una sociedad más justa, equilibrada y, en la medida de lo posible, fraterna, donde se respeten las diferencias y vayan desapareciendo las desigualdades.
Desde Pío XI (a comienzos de este siglo) hasta Francisco, la Iglesia toda (obispos, sacerdotes, religiosos, teólogos, laicos, movimientos cristianos…) hablamos de la política como una de las formas privilegiadas, necesarias e imprescindibles de la caridad concreta para la vida social. Hablamos de caridad política como una de las actitudes del cristiano para encarnar así su compromiso por el bien común. Este tipo de caridad política es más fría y compensa menos que la asistencial que suele ser más cálida e interpersonal, decía J. M. Mardones.
“La política es una de las formas más elevadas del amor, de la caridad. ¿Por qué? Porque lleva al bien común, y una persona que, pudiendo hacerlo, no se involucra en política por el bien común, es egoísmo; o que use la política para el bien propio, es corrupción”.[1]
Y como no soy capaz de decirlo mejor, ahí lo dejo. Creo que queda claro. Yo votaré. Ojalá te haya ayudado un poco, amigo lector. Estemos atentos a las palabras y hechos de los políticos. Pero, sobre todo, escuchemos a la calle cuando hable desde la esperanza, no desde el hartazgo, la indiferencia o la irresponsabilidad.
[1] Entrevista concedida al periodista Henrique Cymerman y publicada en La Vanguardia el 13.06.2014.