Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

¿Yo culpable? ¿De qué?

12 de junio de 2019

“Yo soy un defensor de la culpa, y esto puede sonar raro”.

Sí, creo que tiene razón el filósofo Joan Carles Melich en esta afirmación en Religión Digital, 20 enero 2019. Suena rara la afirmación. Porque parece extendida la idea, interiorizada ya en muchos, de que nadie tiene la culpa de nada. O de que los culpables siempre son los otros.

“Estamos viviendo un tiempo de carencia de culpa”. Afirma nuestro filósofo. Querer eliminar la culpa de la vida humana es olvidar que somos las personas una realidad limitada, no perfecta. Probablemente todos conozcamos a personas que no sienten un manifiestan el más mínimo sentimiento de culpa hagan lo que hagan y actúen como actúen. Esto en psicopatología ya tiene un nombre: “comportamiento perverso”.[1] Nombre, sin duda, fuerte, provocativo. Y es que no aceptar nuestra realidad limitada es pervertirla, desviarla de lo que es.

Por el contrario, aceptar la culpa es reconocer que nadie hacemos las cosas bien del todo y siempre. Reconocer la culpa es aceptar lo que somos: seres imperfectos, finitos. Esto nos honra y nos pone en camino de superación, de querer humildemente mejorar y avanzar en la construcción de nuestro yo, de nuestra propia realidad.

Reconocer lo que he hecho mal es reconocerme culpable. Así de sencillo. Es aceptar mi responsabilidad en el uso de mi libertad, en la relación con los demás, con la naturaleza, cuando mis obras, mis palabras o mis actitudes no hacen bien ni a mí ni a lo que me rodea. Eso es sano.

Lo que no es sano es el complejo de culpa, un sentimiento de culpa arraigado dentro, que constantemente nos echa en cara lo que hemos hecho mal y del que no logramos liberarnos, superarlo. El sentimiento de que todo lo hago mal. Ese sentimiento que no nos deja vivir en paz con nosotros mismos. Que puede llevarnos incluso a ver mal en lo bonito, alegre y divertido de la vida. en todo lo que hacemos. Esto no es sano.  Porque, sigue reflexionando nuestro filósofo, “un exceso de culpa, mata. Puede ser enfermizo”. Y esta puede ser una de las razones por las que la culpa sana está despreciada, borrada en personas y en ambientes determinados. Y es que el exceso de culpa, el sentimiento de culpabilidad enfermiza impide construir nuestra realidad.

La culpa aceptada serenamente, sinceramente reconocida, es necesaria para algo tan importante como el perdón. El perdón que, por eso mismo, pierde importancia en las relaciones humanas. Porque perdonar y pedir perdón supone aceptar que algo no va bien en mi vida. Cuando no hay culpa, tampoco hay lugar para el perdón. La culpa y el perdón son borrados al mismo tiempo. O son tachados, los dos a la vez, de degradantes para el ser humano, que es independiente de todo y de todos, que es soberano y nada lo puede limitar.

Lo duro para este modo de pensar es reconocer ambas cosas: la culpa y el perdón, como partes integrantes de nuestra realidad humana. La culpa porque somos limitados. El perdón porque sana nuestra culpa, devuelve la amistad, nos reconcilia con nosotros mismos y con los demás. Porque “la culpa siempre es del otro. Nadie pide perdón. ¿Has visto a algún político pedir perdón?” (J.C. Mélich).

Los cristianos afirmamos que creemos en el perdón de los pecados. Pecado, otra palabra-concepto en desuso, es la culpa de la que venimos hablando. No afirmamos que creemos en la culpa, en el pecado. Eso está ahí mismo, a pie de calle. Creemos en el perdón de los pecados. Y aceptamos que nuestra misión es perdonar, perdonarnos. Por eso, la fe cristiana no debe crear ni alimentar sentimientos enfermizos y complejos de culpa, sino la alegría de que nuestras culpas ¿inevitables? siempre son perdonadas. Siempre podemos recomenzar con nuevas energías.

¿Culpable, yo? Sí. Pero culpable perdonado y con vocación de perdonar. Sanamente. Constructivamente.

[1] Luís González-Carvajal. EL CREDO EXPLICADO A LOS CRISTIANOS UN POCO ESCEPTICOS. Sal Terrae 2019, 131.

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