“… algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando”. (Evangelii gaudium, 54)
El Papa ha venido denunciando, desde que inició su pontificado, las gravísimas carencias en los sistemas económicos occidentales, que dan lugar a unas relaciones de exclusión e inequidad y, en último término, una economía que mata. La cultura imperante es una de descarte donde los excluidos no solo son explotados y desechados sino que se incluyen en el colectivo de “sobrantes”. No se trata de ideas vagas, o teorías abstractas; es la dura realidad con las que nos chocamos día tras día, incluso después de las voces que proclaman la recuperación.
Una realidad en la que persisten la crisis del empleo y la de los salarios, lo que hace que aumenten las desigualdades, y que impide que gran parte de las familias trabajadoras puedan superar las dificultades.
Mientras el Gobierno presume de una recuperación económica que achaca al “éxito” de sus políticas (reforma laboral y recortes salariales…) la mayoría de familias trabajadoras no encuentran motivos de alegría ni en la marcha de su economía, ni en su realidad laboral. Baste recordar como la Fundación FOESSA nos recuerda que el 70% de los hogares no han percibido los efectos de la recuperación económica.
Esta divergencia es síntoma de la creciente ruptura entre la política oficial y la vida cotidiana de la ciudadanía, algo estrechamente relacionado con una irreconciliable contradicción entre el bien común y la corrupción, más cuando ésta afecta especialmente al partido que gobierna la nación. Resulta incomprensible que cuestiones como el empleo, los salarios, las condiciones de vida de los parados, las pensiones… no constituyen el núcleo del debate político. O que la realidad de millones de trabajadoras y trabajadores que han sido, y siguen siendo golpeados por la crisis, unos perdiendo el empleo, otros la vivienda, una parte de sus ahorros o son víctimas de contratos bancarios con condiciones leoninas… siga siendo esquivada por gobiernos, cuya ineficacia deja con demasiada frecuencia la resolución de estas cuestiones en manos de los jueces, bajo el amparo de la legislación y jurisprudencia europeas.
Pero no sólo es inacción, sino que las medidas adoptadas van en sentido contrario al de proteger a la población. Recordar, a título de ejemplo, que España es el país que ha perdido más dinero en salvar bancos (48.000 millones de euros) pero es el undécimo más bajo de Europa en gasto público en vivienda, al tiempo que se calcula que 40.000 menores fueron desalojados de sus casas en el primer semestre de 2017 vía desahucios. Actuaciones que resultan especialmente graves porque sus consecuencias son la pobreza y el sufrimiento de millones de personas.
En esta entrada nos vamos a fijar en algunos de los rasgos que más inciden en que las trabajadoras y trabajadores apenas participen de la recuperación.
La crisis del empleo:
Si nos fijamos en la década 2007-2017 descubrimos como uno de los rasgos más destacados de la crisis ha sido la destrucción del empleo
El paro sigue siendo la principal preocupación de los ciudadanos según las encuestas del CIS, y no es para menos: entre 2007 y 2013 se perdieron más de 3 millones y medio de puestos de trabajo, y a finales de 2017 sólo se han recuperado la mitad, de modo que tenemos 3,7 millones de parados -2 millones más que antes de la crisis- con lo que faltan todavía 1,7 millones de empleos para alcanzar aquel nivel de ocupación. Cabe añadir que sólo la mitad (55%) de los parados perciben una prestación, cuando en 2010 la recibían un 78% y, por si fuera poco, que hoy tener un empleo no es garantía de dejar de ser pobre. Un 20% de los jóvenes ocupados obtienen unos ingresos tan bajos que no logran salir de la pobreza.
Pero si la “cantidad” de empleo generado no resulta satisfactoria, menos aún la “calidad” del mismo, pues se consolida y agrava la precariedad, que aumenta al tiempo que se reduce la duración media de los contratos temporales: de 79 días en 2007 a 50 en 2017. Además, los contratos más frecuentes son los que duran menos de 15 días, y una cuarta parte del total tiene una duración inferior a 7 días.
A estos datos poco alentadores habría que añadir la extensión de nuevas formas de empleo atípico y en peores condiciones (tiempo parcial no deseado, contratos en prácticas y becas, falsos autónomos…). Pensar, por ejemplo, en los repartidores de Glovo o Deliveroo y, desde una perspectiva más amplia, en las implicaciones de la sociedad flexible -la llamada sociedad 7×24- que se va extendiendo cada vez a más actividades como comprar, comer, viajar, recrearse, cualquier día de la semana, a cualquier hora, y el tipo de empleo que va generando.
El informe de otoño sobre la economía española recientemente publicado por el FMI constata el fracaso de las dos últimas reformas laborales a la hora de solucionar este problema. Entre el primer trimestre de 2014 y el tercer trimestre de 2017 se han creado unos dos millones de puestos de trabajo, pero de ellos casi el 60% son de carácter temporal. Facilitar y abaratar el despido de los trabajadores indefinidos, aunque en su momento se dijo que ayudaría a disminuir la excesiva temporalidad de nuestra economía, sólo ha servido para erosionar la protección de los asalariados, sin que haya reducido la denominada “dualidad”.
La crisis de los salarios.
La excesiva temporalidad, junto con la parcialidad, es la principal causa de la precariedad laboral que padecemos, y la que explica en buena medida los salarios de miseria que reciben millones de asalariados. Así, tener un contrato temporal no significa sólo mayor inestabilidad, sino también ganar, en término medio, 8.000 euros menos al año que una persona con empleo indefinido.
Entre 2008 y 2014 los trabajadores han tenido, según el INE, una pérdida de poder adquisitivo de los salarios superior el 10%, y que afecta principalmente a los salarios más bajos, a jóvenes, mujeres e inmigrantes. Y es que a pesar del crecimiento de la economía, en 2016 y 2017 el coste salarial por hora ha disminuido, lo que unido a la inflación hace que la pérdida de poder adquisitivo se acentúe. Pérdidas para los trabajadores que permanecen en su puesto de trabajo, ya que son más intensas para quienes han perdido su empleo y se han recolocado en otros puestos de trabajo con menores salarios, o para quienes se incorporan por primera vez al mercado de trabajo.
Una caída de los salarios que ya es considerada con inquietud por parte del Fondo Monetario Internacional (FMI), la Comisión Europea (CE) y el Banco Central Europeo (BCE), algo que sorprende porque estas mismas instituciones fueron las instigadoras de las políticas de austeridad y en buena parte responsables del empobrecimiento de amplias capas de la sociedad en aras del mantenimiento de la estabilidad de las instituciones financieras.
La realidad de los jóvenes.
Una consecuencia de la precariedad laboral y los bajos salarios es que los jóvenes se ven imposibilitados para una emancipación plena, algo que está logrando que ésta sea la primera generación en décadas que vive en peores condiciones que sus padres.
Se trata de una realidad de precariedad y miseria que, buena parte de la prensa trata de disfrazar con neologismos, y que son presentados como modas: coworking, espacio de trabajo compartido: coliving, compartir el espacio vital (hostales y albergues; nesting, el hecho de quedarse todo el fin de semana en casa porque el salario no permite salir a tomar algo; sinkies, jóvenes que viven en pareja, sin planes de tener hijos, que trabajan pero ni aun juntando sus salarios pueden llegar a un ingreso decente; mini Jobs –minitrabajos- contratos de baja remuneración y corta duración, job sharing compartir puesto de trabajo y el salario (los bajos salarios se venden como salario emocional, flexibilidad de horarios, conciliación familiar, buen ambiente de trabajo…); trabacaciones dedicar parte de las vacaciones a realizar tareas de trabajo, por miedo a un despido; treinteenagers, personas de treinta o treintaytantos, años que viven como adolescentes: sin casa, ni hijos, ni trabajo «pero felices», tiny houses, malvivir en infraviviendas, friganismo, comer de la basura, presentado como una moda entre los hipsters y que oculta que miles de personas hacían colas en los comedores sociales o que 1 de cada 3 niños en España padece malnutrición.
A estos conceptos, que nos aproximan a la realidad de los jóvenes, podemos añadir nuestra propia experiencia, pues todos conocemos como jóvenes que, a pesar de haber estudiado carreras, realizado másteres… tienen empleos –cuando los tienen- que nada tienen que ver con lo que han estudiado. Y no es que los empleos que ocupan no sean dignos, todos lo son, el problema es que los empleos que desempeñan nada tienen que ver con su formación, ni con las expectativas que esa persona joven, o sus padres, tenían. El hecho de que las oportunidades laborales no se correspondan con las expectativas vitales de los jóvenes explica que tanta población joven y bien formada tenga que salir a trabajar al extranjero, lo que además implica una pérdida de inversión pública en una formación que luego no revierte en el mercado de trabajo español.
Esos conceptos y estas biografías son el mejor relato para entender el deterioro generalizado de nuestro mercado de trabajo, aunque todavía no sabemos hacía dónde se van a encauzar las frustraciones de estos jóvenes: si a la búsqueda de respuestas de corte autoritario y xenófobo (culpabilizando a los otros –inmigrantes, pobres…- de su situación, o hacia respuestas solidarias y alternativas, descubriendo en la estructura y funcionamiento social las causas de la desigualdad y pobreza.
Acabamos recordando que los niveles de paro siguen siendo altísimos, especialmente entre los jóvenes -36% entre los menores de 25 años- realidad que actúa disciplinando a muchos jóvenes que se ven forzados a aceptar contratos, salarios y condiciones de trabajo indignas; algo que explica ese hecho terrible de que hoy no es incompatible tener un empleo y encontrarse en situación de pobreza y exclusión social, algo que afecta a un 27,9% de la población española, 4 puntos por encima de la media de la UE.
Sabemos que los empleos que más están creciendo son los temporales y en muchos casos con jornadas a tiempo parcial aunque según denuncian los sindicatos, las jornadas reales sean superiores a 10 y 12 horas, sobre todo en la hostelería. No obstante, la variación del IPC del 11,8 de 2008 a 2016 muestra que incluso en todos los tramos de renta de jornada completa ha habido una pérdida de poder adquisitivo de 2,34% como media, siendo del 13,5% entre las rentas más bajas.