“La sociedad debe notar que somos diferentes. Debe notar que, mientras todo a nuestro alrededor invita al egoísmo y a pasarlo bien, a los creyentes nos mueve algo diferente: nos mueven la fe, la esperanza y la caridad. Se trata de compartir nuestra vida, es decir, nuestra experiencia de fe. Se trata, también, de prescindir de la visión sesgada de nuestra fe y de nuestra Iglesia que tan a menudo llega a nuestra sociedad a través de los medios de comunicación y de las redes sociales, que presentan lo religioso como tan anacrónico, risible, caduco, de tiempos pretéritos.
[…]
Los primeros cristianos nos dieron un testimonio claro y creíble, no de ideología, sino de práctica de la fraternidad. Nosotros también debemos ofrecer este testimonio, aunque seamos pocos. Si queremos luchar por imponer a los demás unas convicciones, seguro que no nos escucharán; al contrario, harán mofa y escarnio. Más que dedicarnos a lo que ahora se llama ‘guerra cultural’, al enfrentamiento abierto de modelos de sociedad, debemos predicar con el ejemplo del amor, de la caridad. Desde el respeto y las opciones de vidas personales. Hemos de escuchar, No juzgar ni condenar a los demás”.[1]
TESTIMONIO. Esa es la palabra.
Es tiempo de testimonio. Siempre lo ha sido. Siempre es. Siempre será.
Y eso nos hace diferentes. No más buenos o mejores que los demás. Ese no es el objetivo de la vida cristiana. Simplemente diferentes.
Frente al egoísmo, nos debe conducir y guiar el amor. De lo contrario, somos un metal que resuena.
Frente a pasarlo bien, el amor es nuestro camino. De lo contrario, somos un címbalo que aturde.
Frente a los Medios contra o que marginan a la Iglesia, ver qué hay de verdad en las críticas. De lo contrario, somos nada.
Por eso, somos diferentes. Debemos serlo.
Porque Dios es Amor y en Él decimos creer.
En un mundo sin amor, con poco amor, nuestro testimonio está ahí, en el mundo, amando; aunque nos desprecien o hagan burla de nuestro actuar.
Si hablara, predicara, como las personas sabias y los ángeles, si no tengo amor, no sería nada.
Si fuera el más sabio, el más elegante, el más importante, si no tengo amor, no soy nada.
Si tuviera fe como para mover montañas, sin amor, nada de nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados, sin amor, sería en balde; si viviera austeramente, pero sin amor, sería en vano.
Si tenemos muchos ‘valores’, si somos ‘importantes’ (o nos lo creemos), si me entrego ¿generosamente? a los demás sin amor, estoy perdiendo el tiempo y la vida, aunque me alaben por ello.
Si soy, o me creo, ‘importante’ en la Iglesia, sin amor, la hipocresía ha entrado en mí.
Los cristianos no estamos llamados “al enfrentamiento […], debemos predicar con el ejemplo del amor, de la caridad. Desde el respeto y las opciones de vidas personales. Hemos de escuchar, No juzgar ni condenar a los demás”
Si me gusta y busco la alabanza, el amor no es mi aliado.
Si me gusta el aparentar, soy un narcisista, no un amigo del amor cristiano, del amor humano.
En una palabra, en el vivir cristiano, el centro son la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor. (Cfr. 1 Cor 13 para todo el tema). Es la Trinidad de la Vida cristiana.
La Trinidad de la fe cristiana son el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso, Dios es amor. No solo ‘tiene’ amor. El amor es su naturaleza íntima que se derrama hacia fuera. El amor que no se abre a los demás, no es amor.
Estamos llamados a vivir, a predicar con el ejemplo del amor, de la caridad. Desde el respeto y las opciones de vidas personales. Hemos de escuchar, No juzgar ni condenar a los demás
[1] JORDI REIXACH I MASACHS. La Iglesia en un cambio de época: oportunidades y retos, Pliego VIDA NUEVA. N.º 3379. 21-27 sept 2024. Pág. 25.26.