Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

Sin fin

1 de julio de 2020

Como todos, yo no sé si de esta situación de pandemia vamos a salir mejores, peores o todo seguirá igual. Como personas, como sociedad, como Iglesia. En esto vengo pensando en mis últimas colaboraciones. Lo que sí creo que sé es algo elemental: que todo cambio a mejor comienza por la decisión personal de cada uno de nosotros de imprimir a la propia vida una nueva solidaridad con los demás, con la naturaleza, con todo. Esta solidaridad personal es fundamental, pero no suficiente. Ha de ir unida al deseo y a la acción para que se vaya extendiendo a nuestro núcleo familiar y a nuestro ambiente más cercano en la medida de nuestras posibilidades. Y que, desde ahí, siga creciendo y creciendo.

La única manera, o al menos la más eficaz, que tenemos cada persona de contribuir a una nueva humanidad, es actuar personal y localmente, cercanamente, pero pensando globalmente en los cambios que nuestra humanidad necesita. Porque nosotros no somos los que peor lo estamos pasando. Siendo solidarios con los de cerca, consumidores solamente de lo necesario y de modo responsable, colaboradores con instituciones o acciones cercanas a nosotros o conocidas por su integridad y honestidad…, es como contribuimos al necesario cambio social. Sin desanimarnos porque muchos, incluso la mayoría, no lo hagan. Vivir así nos constituye en personas de esperanza. Es decir, en personas que creen en un futuro mejor para todos. Y que, más pronto que tarde, así será. Incluso aunque sea más tarde que pronto. Pero será. Solamente las personas de esperanza salvarán al mundo.

Si además nos llamamos cristianos, la responsabilidad crece y la esperanza se profundiza, no defrauda, como nos dice San Pablo.

Lo primero de todo, para un cristiano y para toda persona con conciencia solidaria, es rechazar ‘el sálvese quien pueda’, ‘cada uno en su casa y Dios (dios) en la de todos’, el miedo, el recelo, la sospecha, la desconfianza, el enfrentamiento. Y en positivo: aplicar a nuestra vida personal, concreta, la de cada día, que construir puentes es más necesario que levantar muros, barreras que separan y rompen la necesaria y fraterna comunicación. Algo que no solamente deben hacer los dirigentes políticos, sociales o religiosos, sino cada uno de nosotros en nuestra calle y en nuestras relaciones de cada día. Resueltamente: vivir la fraternidad como fundamento de nuestra sociedad.

Un aspecto no menos importante es seguir pensando y actuando desde las víctimas que se han manifestado con nueva fuerza y gravedad en esta nueva situación. Porque la crispación, el enfrentamiento en las redes sociales, entre políticos, entre vecinos y la liberación de las medidas de confinamiento, la vuelta a una situación más normal en viajes, tertulias de amigos, fiestas, playa… nos pueden llevar, si no estamos muy atentos, a olvidar a tanta gente que vive en la pobreza, sin trabajo, en la soledad, haciendo cola para poder comer… Riesgo, sin duda, real. A estos hay que atender sin dejar también de disfrutar sanamente de la vida. La solidaridad mayor no está reñida con el sencillo gozo de vivir la vida en la alegría y en la fiesta compartida.

Desde la perspectiva cristiana esta actitud positiva, constructiva, abierta al otro, es más fuerte, si cabe. No porque seamos mejores que nadie, ni porque tengamos que colgarnos más medallas que nadie (triste objetivo y antievangélico deseo cuando se da entre nosotros), sino porque tenemos una razón añadida que nos urge y compromete: ser hijos del Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos (Cfr. Mt 5, 45). Ser cristiano es, pues, buscar por encima de todo el bien, la justicia, el amor y lo demás se nos dará como añadidura (Cfr. Mt 6,33).

Partiendo de estos presupuestos cristianos, es tiempo -siempre, siempre- de unión, de colaboración, de participación en iniciativas, vengan de donde vengan, que busquen superar dificultades y hacer un frente común contra el contagio, la enfermedad, la pobreza, la soledad. Sin buscar el protagonismo que enfrenta, paraliza y, muchas veces, anula lo que podríamos conseguir todos juntos. Frente al protagonismo paralizante, el diálogo que enriquece y decide lo que se descubre como más eficaz contra el mal que nos rodea. El protagonismo nos encierra en lo exclusivo nuestro. El diálogo nos abre a soluciones enriquecedoras y compartidas democráticamente. Decisión y modo de actuar también necesario en nuestras relaciones más cercanas y que creemos no tienen repercusión social. Pero todo lo bueno comienza desde abajo. Las mejores propuestas gubernamentales sirven de poco si no son aceptadas cordial y responsablemente a pie de calle. Y las acciones a pie de calle se extienden, se expanden hasta llegar a las personas que gobiernan. ¿Ingenuidad? Más bien, esperanza “para construir una sociedad basada en el bien común y no dibujar una España entre caínes y abeles”.

Y, repito, porque nosotros no somos los que peor lo estamos pasando, siempre nos quedará a todos la responsabilidad de mirar y ajustar nuestro modo de vivir, de consumir, de disfrutar, teniendo en cuenta la injusticia e inequidad permanente en la que viven muchos de nuestros hermanos en quienes, por eso mismo, se está cebando más esta pandemia.

 En el presente: “Nunca había visto una ola solidaria de esa magnitud” (Núria Gispert. Presidenta de Cáritas Barcelona). Y en el futuro que ya es hoy: «A mí lo que me interesa de esta pandemia son las víctimas. De hecho, para la Iglesia, y me refiero a las comunidades cristianas dispersas por todo el mundo, va a ser un desafío porque tendremos que estar con las víctimas de la mayor pobreza que vendrá tras el virus» (Santiago Agrelo. Arzobispo emérito de Tánger. Religión Digital – 29 junio 2020). Solidaridad sin cierre, sin descanso. Sin fin.

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