Opinión

Pedro Escartín

Si solo amáis a los que os aman…

19 de febrero de 2022

Un café con Jesús. Flash sobre el Evangelio del VII Domingo del Tiempo Ordinario

El evangelio de hoy (Lc 6, 27-38) narra la segunda parte del sermón de la llanura; después de aquellas bendiciones y lamentos del domingo pasado, Jesús pide algo que me parece extravagante e imposible: «Amad a vuestros enemigos…», y no sé cómo decírselo.

– Pues no me lo digas, si no quieres volver a oírlo -me ha dicho al encontrarnos, intuyendo mi perplejidad-. Lo dije entonces y sigo proponiéndolo. Ese amor es imprescindible, pues, «si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen…»

– Ya entiendo por qué tienes ahora tan poco éxito entre la gente. Esas exigencias ahuyentan al personal -le he respondido acercando nuestros cafés a una mesa en el rincón-.

– Según se mire -ha reaccionado, mirándome a los ojos-. Si sólo ves lo que la propaganda jalea como correcto y deseable, mi propuesta parece descabellada; pero si miras lo que el Padre hace todos los días con vosotros, verás las cosas de otro modo.

– O sea, que tú quieres que seamos como Dios -le he soltado sin poderme contener-.

– Ni más ni menos -ha concluido después de tomar un sorbo de café-. ¿Qué sería de vosotros si el Padre se comportase siguiendo las pautas de lo que consideráis correcto?: ¿Tendríais valor para seguir mirándole a la cara y decirle: “Padre nuestro”? ¿Estaríamos aquí tú y yo saboreando este agradable café, si no me hubiese enviado al mundo pasando por encima de vuestros desprecios e incoherencias?

– No sé por qué me empeño en llevarte la contraria; siempre terminas tapándome la boca. Pero no me negarás que seguir tus pasos es muy difícil -he proseguido mientras diluía el azucarillo en el café, pues me había quedado paralizado escuchando sus palabras-.

– Difícil, pero no imposible -ha dicho con aplomo-. Y toma ya tu café, que se enfría. De una vez por todas tenéis que meter en vuestro corazón la convicción de que «lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto, si no permanece en la vid, tampoco vosotros si no permanecéis en mí; separados de mí no podéis hacer nada». Es de “Perogrullo”, que decís vosotros; el evangelista Juan guardó mis palabras con precisión. Siempre ha habido cristianos que se las han tomado en serio y los frutos han sido y son preciosos. ¿Por qué piensas que, durante los tres primeros siglos, los cristianos se multiplicaron asombrosamente en el Imperio romano, a pesar de estar perseguidos?

– ¡Qué sé yo! Eran otros tiempos -he dicho para salir del paso-.

– Los tiempos nunca han sido fáciles para el Evangelio -me ha respondido sin pestañear-. Un filósofo y mártir del siglo II, que se llamaba Justino, lo dejó escrito con precisión en una de sus Apologías, explicando por qué el cristianismo atraía a los romanos: «Muchos dejaron sus hábitos de violencia y tiranía, vencidos al contemplar el modo de vida de sus vecinos cristianos, porque los que nos odiábamos y matábamos los unos a los otros y no compartíamos el hogar con quienes no eran de nuestra propia raza por la diferencia de costumbres, ahora después de la aparición de Cristo, vivimos todos juntos y rogamos por nuestros enemigos y tratamos de persuadir a los que nos aborrecen injustamente». ¿Lo sabías?

– Sí; aquellos cristianos eran mejores que nosotros… -he dicho entre dientes-.

– Aquellos y muchos otros de ahora y siempre. Los sarmientos unidos a la vid siempre dan fruto. Basta que repases la historia de mi Iglesia. Tiene de todo, es verdad; pero hay mucho bueno en ella -me ha recalcado dando por zanjada la tertulia-.

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