Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

Quo vadis?

17 de enero de 2025

Hace un par de días decidí adentrarme en la lectura del Tao Te Ching, obra sucinta y a la vez grandiosa del ignoto Lao Tse. Dispuesta, recibí las palabras que llevan escritas miles de años, pero no fui capaz de hallar sensación añeja alguna en ellas. La lectura, lejos de otorgar el remanso de paz que mi alma esperaba, me produjo un sentimiento de urgencia: si me hubieran dicho que ese libro estaba escrito por algún contemporáneo, me lo habría creído, pues parece que está dedicado al mundo de hoy.

El mundo cambia, fluctúa y en la miríada de formas que adopta se adivina una homónima subyacente a la que llamamos Dios. Él es el sustento, el tronco del que brotan nuestros caminos y la raíz a la que retornamos en fruto cuando culminamos la existencia carnal. Una vez que hemos completado nuestra travesía, nuestro cuerpo, débil como cualquier pequeña rama, cede a nuestro peso y nos deja marchar. Esta imagen fue la que se me apareció en la mente cuando leí las primeras líneas del Tao Te Ching, que rezan lo siguiente: “El camino que se puede caminar no es el camino eterno”. Pero ¿qué significa esto y cómo enlaza con la imagen anterior?

Imaginémonos transitando el camino de nuestra vida. Como resulta evidente, no podemos vislumbrar el final, al menos no el natural. Sólo podemos echar la vista atrás y observar las anchas vías y los sinuosos senderos que ya hemos recorrido. Cada uno de ellos procuró más brillo o alguna que otra mancha oscura a nuestra alma, pero de un modo u otro enriqueció nuestra experiencia. No puedo evitar pensar en ello cada vez que me descubro transitando las calles sevillanas, como tampoco pude evitar recordar lo que aquí me hallo narrando cuando leí por primera vez la obra de Lao Tse.

“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, escribió Antonio Machado. El poeta hispalense vino a señalar lo mismo que el maestro chino: son nuestros pasos los que imprimen las huellas de la experiencia en nuestra alma. No prestamos atención a este cotidiano y, sin embargo, crucial gesto, pero deberíamos: cada vez que por impulso de nuestros pasos avanzamos, estamos determinando la dirección de nuestro camino espiritual. Éste, sin embargo, sólo puede ser pleno si tomamos la mano de algún guía que conozca mejor que nadie los dominios invisibles del alma: Dios mismo. Sin Él somos meros funambulistas que tratan de mantener el equilibrio en una cuerda que la divinidad es experta en tensar.

No todos pueden o quieren contestar a la pregunta que otorga nombre a este texto. Responder implica ser consciente no sólo de Dios, sino de la cruz que Él nos señala y que paradójicamente propicia el equilibrio en la cuerda floja. Quizá portarla constituya una ardua tarea para el cuerpo, pero cuando alcancemos el final se nos recompensará revistiéndonos de prístinas luces.

Aprovechad, pues, la existencia para caminar y aprender. Luego, incorpóreos, ya no podremos dar más pasos.

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