Opinión

Raúl Gavín

Quid est veritas?

19 de julio de 2018

Cuando un judío llamado Jesús de Nazaret, hace veinte siglos, afirmaba que él había venido al mundo para ser testigo de la verdad, un procurador romano, llamado Poncio Pilatos, le respondió con una pregunta “Y… ¿qué es la verdad?

El relativismo de Pilatos no le permitía aceptar la idea de que la Verdad es una sola y no algo cambiante. Han pasado 2.000 años y ¿acaso nos sorprende aquella lejana conversación? ¿Conoces a alguien que no siga preguntándose “Quid est veritas”?

¿Alguien se atrevería a expresar en público que él conoce la verdad? ¿O un profesor, intentaría explicar a sus alumnos cuál es la verdad? En la actualidad, solo cabe hablar en estos términos si nos referimos a todo aquello que puede demostrarse empíricamente. Sin embargo, si tratamos las verdades morales, resultaría épico aludir a la verdad. En esta generación, quien afirme conocer la verdad será acusado de fanático, sectario e intolerante.

Para casi la totalidad de la humanidad, la verdad es una especie de acuerdo social ideado por los hombres y que, por tanto, puede variar de una cultura a otra, de un tiempo determinado a otro distinto o, finalmente, de un punto de vista particular de una persona al de otra.

Como diría Campoamor, para la mayoría, nada es verdad ni mentira; todo es según el cristal con que se mira. Las consecuencias de este axioma resultan dramáticas. Si la verdad no está delimitada, tampoco lo estará el sentido de lo bueno. Algo será bueno o malo dependiendo de aspectos tan circunstanciales como la cultura, la época o la consideración personal de cada uno.

No existe una verdad absoluta”, dicen, mientras este mismo enunciado los hace caer en una afirmación en la cual, para ser aceptable, tiene que ser una verdad absoluta.

Sin ser conscientes de ello, terminamos por considerar como bueno aquello que se extiende en la opinión pública. Tocqueville afirmaba que mediante la opinión pública, las repúblicas democráticas no ejercen tiranía mediante la violencia y la coacción fiscal sino que dejan el cuerpo intacto y atacan directamente al alma.

En definitiva, quien domina los mass media puede modificar el discurrir de los pueblos porque la implantación de una nueva verdad es una simple cuestión de movilización.

Un ejemplo claro de ello es que la perspectiva sobre asuntos como el matrimonio gay, el aborto, la eutanasia o las relaciones prematrimoniales, por ejemplo, han cambiado rápida y rotundamente en los últimos años.

La consecuencia de todo ello es que, en todos los terrenos, pero especialmente en el ámbito sexual, se ha impuesto una censura implacable para todo aquel que considere que una conducta pueda estar bien o mal en cualquier contexto o circunstancia.

En este sentido, publicaciones en apariencia tan inocuas como “Marca”, líder en información deportiva on line, incluyen una sección cuyo contenido erótico es mil veces mayor que el que se mostraba en “Interviú” en los años 80. Con la diferencia de que el que miraba la vieja revista quedaba señalado por obsceno mientras que ahora cualquier persona accede a este tipo de contenidos de forma natural. Asimismo, ocurre con la mayoría de periódicos y revistas que, o bien destinan espacios para imágenes sensuales o bien repiten con insistencia intervenciones de personajes influyentes que se caracterizan por haber aireado públicamente sus orientaciones sexuales.

Mis hijos son apasionados del deporte. Así que consultan el “Marca” digital todos los días. ¿Qué muchacho a partir de los 14 años no lo hace? Por otra parte, en periódicos de noticias e información diaria abundan reportajes y entrevistas en las que ídolos de adolescentes son felicitados por su reciente paternidad subrogada o donde explican a los lectores cómo explicaron a sus gemelos que tenían dos padres.

Y si esto sucede en los medios escritos, en las televisiones el bombardeo es mucho mayor y más nocivo. El hombre es un ser mimético y la mayoría de conductas que son presentadas en televisión, no parece que sean deseables para nuestros hijos; ni siquiera las que se recrean en los anuncios publicitarios.

Por otra parte, algunos programas, aparentemente simpáticos e inocuos, esconden tras de sí una visión del hombre sesgada y chata. Por no hablar de ciertas series, supuestamente familiares, cuyos protagonistas, por ser encantadores, parece deducirse que sus conductas igualmente lo son.

No hay más alternativa: o defendemos nuestra verdad o, sin darnos cuenta, acabaremos por amparar una verdad impuesta.

 

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