Opinión

Raúl Gavín

¿Qué me quiere decir el Señor con este acontecimiento?

20 de marzo de 2020

«Tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, el Salvador» (Is. 45,15). Con estas palabras el profeta nos invita a reconocer que Dios actúa en la historia, aunque no aparezca en primer plano. Se podría decir que está detrás del telón. Él es el director misterioso e invisible, que respeta la libertad de sus criaturas, pero al mismo tiempo mantiene en su mano los hilos de las vicisitudes del mundo».  Así lo describe San Juan Pablo II en la catequesis sobre el célebre cántico de Isaías.

Dios continúa actuando en la vida de los hombres y esta epidemia que venimos sufriendo es, en este sentido, una Palabra de Dios, un actuar de Dios. Dios interviene en la vida de los hombres, esa intervención es un “actuar de Dios”, una “Palabra de Dios”; de manera que el creyente, ante estos hechos dialoga con Dios y se interroga: ¿qué quiere decirme el Señor con este acontecimiento, con esta palabra? ¿Qué querrá manifestarme?

Que ningún lector deduzca de mis palabras que lo que insinúo es que Dios ha enviado el Coronavirus. Lo que sí afirmo es que Dios aprovecha los acontecimientos, incluso los aparentemente desgraciados, para el bien de los que se vuelven a Él.

No es casualidad que toda España se encuentre “de retiro” justamente en este tiempo propicio de Cuaresma. «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación.» (2Cor 6,2). Aunque ha sido de manera involuntaria, todos nuestros conciudadanos se han resignado a confinarse en sus casas y desaparecer de la vida pública. ¡Qué tiempo más oportuno para fortalecer precisamente nuestra vida oculta uniéndonos con Cristo en Dios (Col 3,3).

Este virus está consiguiendo abrirnos los ojos, los corazones y la mente. Tal vez descubramos que nuestra vida, nuestro tiempo, nuestras energías, las tenemos volcadas en el deporte y así, esperamos con ansia el fin de semana anhelando la victoria de nuestro equipo preferido para obtener una dosis de felicidad que nos permita afrontar con optimismo la nueva semana que comienza. O quizá ocurra algo similar con las habituales comilonas de fin semana, las fiestas o las verbenas que nos hacen aparcar por unas horas las cargas y los sinsabores soportados durante la semana. 

La epidemia ha vencido nuestras costumbres y sobre todo nuestras alienaciones, es decir, ha subyugado aquellos divertimentos o distracciones que nos sirven como anestesia para no cuestionarnos sobre el sentido de la vida, sobre la precariedad de nuestra existencia.

Durante meses no podremos hablar de fútbol, ni frecuentar bares o restaurantes, ni bailar en discotecas, ni perfilar nuestra línea en el gimnasio, ni hablar de política (¿quién se acuerda ya del desafío independentista?).

La cuaresma nos propone la oración, el ayuno y la limosna. Santiago nos exhorta a rezar unos por otros para que os curéis. Mucho puede hacer la oración intensa del justo (St. 5,16). Este ser microscópico ha conseguido que por unos días muchos dejemos de mirarnos nuestro ombligo y levantemos nuestros ojos al cielo preguntándonos qué es lo que está pasando y de dónde vendrá el auxilio (Sal. 120). Cuántos habrán desempolvado sus rosarios o habrán recordado que nuestra ciudad se encuentra protegida bajo el manto de la Virgen del Pilar a quien podemos elevar nuestras angustias y preocupaciones buscando su consuelo de madre amadísima. 

¡Cuánto ayuno de deportes, de culto al cuerpo, de hedonismo, de política, de comilonas y borracheras nos ha traído este ridículo ser invisible!

¡Cuánto dinero dejaremos de derrochar al dejar de vivir como libertinos por un tiempo a semejanza del hijo pródigo de la famosa parábola que narran los evangelios! 

Es posible estar confinado pero ser libre. El cardenal Van Thuan, que pasó 13 años en la cárcel, 9 de ellos en régimen de aislamiento, explicaba lo siguiente: “en este mar de extrema amargura siento más libre que nunca. No tengo nada, ni un solo centavo, excepto mi rosario y la compañía de Jesús y María”.

Dios quiere hacernos libres de aquello que nos esclaviza, de aquello que verdaderamente nos enjaula, lo que nos confina y nos separa de la comunión con Dios y con el resto de los hombres. 

La cuaresma es imagen de la vida en esta tierra. Es tiempo de tentación, de tribulación y de combate pero es, antes que ninguna otra cosa, anticipo de la victoria de Dios sobre el pecado y sobre la muerte. Por eso podemos acompañar a San Pablo cantando «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm. 8 35-39).

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