Si una foto ha corrido por las redes sociales en los días siguientes a tu fallecimiento, es la de tus zapatos desgastados. Los mismos con los que llegaste a Roma desde Buenos Aires, los mismos con los que has caminado los últimos años y con los que estás dando los primeros pasos en la eternidad. Pero, en muchas ocasiones, y hay que ser sinceros, te los quitabas. Sí, te los quitabas para ponerte en los zapatos de tantas personas que se acercaron a ti y comprenderlas desde dentro. Era uno de tus muchos gestos, Francisco. Gestos que pocos entendieron y muchos criticaron.
Tu pontificado no ha sido uno más, por mucho que algunos quieran presentar a todos los papas como iguales o muy parecidos. En tu forma de pastorear la Iglesia, te has mostrado capaz de articular tradición e innovación. Todo tu pontificado ha sido un canto a la sinodalidad, desde el principio, aunque estos últimos tres años han sido la apuesta más fuerte.
Tu visión de una Iglesia sinodal ha bebido de tu profunda espiritualidad del discernimiento porque para eso eras jesuita. Algunas personas han dicho que llevabas a la Iglesia al asambleísmo más peligroso. Hay que perdonarles con esa compasión y misericordia de la que tanto hablabas, porque su falta de formación, por una parte, y sus pocos deseos de cambio por otra (que no hay que confundir con miedo), no les permitía ver que, para ti, escuchar al Espíritu a través del pueblo de Dios, no era un coqueteo democrático, sino una exigencia teológica de la propia Iglesia para el siglo XXI. Esta Iglesia sinodal se abre a un diálogo con el mundo contemporáneo, con espíritu y forma humilde, aprendiendo conjuntamente. Y si dejamos pasar la ocasión, será tarde.
Andamos en un momento en el que nos estamos jugando mucho ya que el desafío del cristianismo no es la supervivencia, sino la relevancia en un mundo cada vez más rígido y excluyente y, para ser eficaces, deberemos desmarcarnos lo más posible de ese triunfalismo populista político, pero, también, del triunfalismo devocional, intimista, y fácil de manipular.
Has hablado de y con los vulnerables y los vulnerados. También nos has dicho que no hay que tener miedo de la vulnerabilidad, porque nos hace ser conscientes de que caminaremos por fracasos, envidias y proyectos que no salen como esperamos, pero que debemos de afrontar y nunca huir de ellos, porque la esperanza no defrauda.
Te han acusado de cambiar la doctrina de la Iglesia cuando, la verdad, es que no has cambiado nada. Lo que has hecho es poner luz en los rincones oscuros de la Iglesia, enseñarnos a dirigir la mirada hacia ellos y dejar que, juntos, buscásemos las soluciones para limpiarlos y para ayudar a las personas que estaban allí a recuperar su dignidad. La lista es larga: madres solteras, presos, sacerdotes secularizados, personas sin techo, migrantes, personas LGTBIQ+. Devolviéndoles la dignidad a estas personas, estabas acariciando y, en muchos casos curando, el sufrimiento de sus familias. ¿Tan escandaloso es eso?
Muchos representantes de esa lista te han despedido en las escaleras de la que es ya tu casa de eternidad, lejos de la basílica de San Pedro, ¿otro gesto de descentralización? Allí estaban para decir gracias por tu sensibilidad y compasión; adiós porque sabían que ibas a-Dios. Ellos te conocieron y te quisieron porque se sintieron abrazados y no juzgados.
Nueve días de rezos y liturgias por ti, más lo que dure el cónclave, nos dará el tiempo suficiente para sentir el dolor de la separación -que es una forma de amor- ordenar tantos recuerdos, y coger aire y seguir adelante. Porque es demasiado bueno lo que nos has permitido vivir, que no es otra cosa más que evangelio, como para dejarlo enterrado con buenas palabras y pocas acciones.
Dijiste: “la muerte no es el fin de todo, sino el principio de algo”, así que entra en el Cielo con tus zapatos desgastados, sigue poniéndote en los zapatos de quien te lo pida, y descansa Jorge Mario. Descansa Francisco. Y muchas gracias por todo.