Hoy me voy a permitir la licencia de dedicarle estas lineas a mi tío-abuelo Arcadio Valero Plumed, sacerdote.
Hace apenas dos semanas el sacerdote que Dios puso en mi vida falleció y se fue a su encuentro. Y en estos días he pensado acerca del legado que nos ha dejado, y de lo que personalmente ha significado para mi.
Dos son las cuestiones que quiero destacar de sus casi 65 años de sacerdocio. La confesión y el cariño sin limites hacia sus hermanos sacerdotes.
¡Cuántas han sido las veces que me hablaba de la confesión! En esas tertulias que nos pegábamos los dos en su habitación de la residencia de las Hermanitas todos los miércoles. Me decía: “Jaime, la gente tiene derecho a que Dios les perdone, así que cuando seas sacerdote pasa muchas horas en el confesionario ¡ten abierto el quiosco de la misericordia!”.
Y la de aventuras que me contaba del Perú. Y de Montearagón, su colegio, donde le pusieron el cariñoso mote de “don Confesor”. Las cantidad de confesiones que había oído en ambos sitios. Me lo decía con cara de anhelo, como si quisiera volver a estar, simultáneamente, en Perú y en Montearagón.
El otro tema. Su cariño hacia los curas. Lo primero que aprendí de él fue que nunca, bajo ningún concepto, hablaba mal de otro sacerdote. Nunca. También me di cuenta de la de tiempo y de oraciones que ocupaba en sus hermanos de ministerio. Eran su preocupación. Los “curicas” que decía.
Cariño que aprendió en su casa (en su querido pueblo, Fuentes Claras), en el seminario y en la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Cariño desmedido, sin fronteras de ningún tipo. Para él siempre tenían preferencia. Reza por los curas y por las vocaciones, me decía continuamente.
Espero haber aprendido mucho de mi tío. Y le pido al Señor que pueda ver mi ordenación desde el “palco” del Cielo.
Así que ya ves, este es el cura que Dios quiso poner en mi vida (y en la de muchos otros). Seguro que también ha querido uno para ti. Y si no… ¡Pon un cura en tu vida!