Opinión

Jesús Moreno

A pie de calle

Polvo amado y enamorado

18 de marzo de 2020

En nuestro mundo enriquecido, orgulloso de su tecnología, de sus avances, de sus grandes logros en todos los terrenos… ha hecho su entrada, sin avisar, un pequeño virus que ha puesto todo patas arriba. En este mundo tan orgulloso de sí mismo, que pensaba que las epidemias eran cosa de otras partes del mundo, de otro tiempo… ha aparecido algo que no se había ido, pero que quizás estábamos olvidando: su vulnerabilidad, nuestra vulnerabilidad.

En nuestro modo de vivir despreocupado, pendientes del tener de todo, de disfrutar hoy, mañana y pasado mañana, de consumir y tirar… lo normal era dar la mano, besar, sonreír, abrazar, pasear, encontrarnos con los amigos en la fiesta, en el bar. Tan normal que no pensábamos en su necesidad, su belleza, su alegría serena y de cada día. Un diminutivo virus, que nos ha privado de estos gestos, nos está recordando su belleza y su valor impagable.

Nuestro mundo, nosotros, que pensaba que las epidemias eran realidad de otros países lejanos (y que sigue siendo realidad allí y olvidada aquí: dengue, ébola, chagas, hambre, falta de medicinas, etc.…), se ha visto atrapado por algo que ha roto de golpe nuestra tranquilidad, nuestra superficialidad y que está sembrando dolor y muerte a nuestro alrededor.  Nos está recordando nuestra fragilidad, nuestra debilidad. No somos superman.

Nuestro mundo dividido por intereses nacionalistas o económicos, nuestro mundo en el que todavía existe el racismo, la xenofobia, el olvido de los pobres, el maltrato a otros, refugiados y emigrantes forzosos… ha sido sorprendido por una globalidad inesperada: ese virus ‘diminuto e imperceptible’ no distingue personas, grupos ni países, aunque se cebe más en ancianos y en quienes tienen otras dolencias. Ha llegado prácticamente a todos los rincones del mundo.

Esta universalidad del coronavirus nos pone de bruces ante la realidad de que todos y todo estamos interconectados, que formamos una sola familia, una sola tierra, un solo mundo. Lo bueno o malo que hacemos aquí está repercutiendo positiva o negativamente en otros lugares de la tierra. Realidad egoístamente olvidada por los que vivimos en países enriquecidos. Que lo grabemos en nuestro corazón y en nuestro comportamiento diario.

Realmente, después del coronavirus, ya nada debería ser igual entre nosotros, en nuestras vidas, en nuestras costumbres, en nuestra visión de la realidad, en nuestras relaciones internacionales. Para mejor.

Porque “la solidaridad también se contagia en tiempos del coronavirus”. Y que, superada la pandemia, no decaiga ya nunca la solidaridad. A la vez que cumplimos la obligación del “Quédate en casa”, están surgiendo en nuestras ciudades iniciativas de solidaridad responsable de apoyo vecinal a los más afectados, a los que viven solos… “De Igualada a Madrid, de Zaragoza a Cádiz, de Logroño a las localidades gallegas colindantes con aldeas portuguesas… las iniciativas de cuidados se han ido propagando por redes sociales y los portales de las comunidades de vecinos”.[1]

Y de ventana en ventana… Porque el aislamiento que nos pide esta pandemia tiene como finalidad que no se propague más, cuidar de los más vulnerables, etc. Para volver después a un modo nuevo de vivir en la cercanía, en el agradecimiento, en la solidaridad. Un síntoma de que podemos ir por ese camino son los gestos de agradecimiento espontáneo y general a tantos profesionales y trabajadores, comenzando por los profesionales de la salud, que siguen prestando su servicio a la comunidad.

Porque…

No hay supremacías nacionales, de raza, de género… todos somos igualmente dignos y humanos.

Somos limitados y frágiles, no omnipotentes. Todos.

Nuestra vulnerabilidad está a flor de piel. Nos sorprende sin avisar.

La debilidad, la enfermedad y la muerte nos acompañan.

Hay mucha belleza en nosotros, en los demás, en la creación. Cuidémosla. Festejémosla.

Volveremos, agrandados y revalorizados, al beso, al abrazo, a la mano tendida, al café compartido, a la tertulia, al encuentro…

Estamos conectados unos con otros, los pueblos, la naturaleza. Vivimos en la Casa Común. Que todos la respetemos.

Nos aislamos pasajeramente. Es una forma de conectarnos en el compromiso contra el contagio. Nos separamos para conectarnos en la búsqueda del bien común.

El amor y la solidaridad siguen vivos, son necesarios. Responsablemente. El amor, la solidaridad, la ayuda no mueren en tiempos del coronavirus.

Somos polvo, tierra. Polvo y tierra enamorados, capaces de amar. Polvo y tierra amados por quien nos hizo para participar de su gloria.

Polvo y tierra con vida. Vida a cuidar, a defender, a compartir. Vida con futuro proyectado y cuidado por todos.

¡Vida!

 

[1] Lucía López Alonso. Religión Digital- 14.03.20

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