Siguiendo los pasos del Evangelio, continuamos contemplando los encuentros pascuales con el Resucitado. El evangelio de hoy, martes de la Octava de Pascua, narra la aparición de Jesús a María Magdalena, según la versión de San Juan.
María Magdalena estaba equivocada; buscaba entre los muertos al que estaba vivo. Por eso su llanto se convierte inesperadamente en gozo, cuando Jesús su Maestro la llama por su nombre: ¡María! Aquel a quien ella tomaba por el hortelano era Jesús mismo en persona. El Espíritu de Cristo resucitado le iluminó los ojos y la vida, porque el lugar donde el Señor habita es siempre el corazón que ama. Fue un encuentro de amor. El amor es el camino más corto para conocer y amar a Dios. “Dadme un corazón que ame y comprenderá las palabras de Jesús”, decía San Agustín.
¿Cómo descubrir nosotros a Cristo resucitado sino a través de una fe que obra por el amor? ¿Y dónde encontrarlo sino en los hermanos, es decir, allí donde dos o tres se reúnen en su nombre y en la comunidad que celebra el memorial de la muerte y resurrección de Cristo? Porque es, sobre todo, en la Eucaristía donde oímos las palabras de Jesús, que abren los ojos de nuestra fe: Tomad y comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, éste es el cáliz de mi sangre derramada para el perdón de los pecados. Aquí está la fuente de nuestra fe, siempre renovada en Cristo resucitado.
María Magdalena, a partir del encuentro con Jesús, recibe la misión de anunciar la resurrección: Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”. María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y me ha dicho esto”. Se convierte así en la primera ‘evangelizadora’ y “misionera” de los mismos apóstoles.
También hoy a cada uno de nosotros, como a María Magdalena, nos dice Jesús:
Anda, anuncia en tu ambiente, entre los tuyos, en tu casa, que estoy vivo. Sé mi testigo con la palabra y con la vida.