Hoy, jueves de la Octava de Pascua, el Evangelio según San Lucas nos narra la aparición del Señor resucitado a los discípulos reunidos en el Cenáculo de Jerusalén: Iglesia en gestación.
En esta ocasión Jesús se presenta mientras los discípulos de Emaús (aparición de ayer) les cuentan a los apóstoles lo que les había pasado en el camino y cómo lo reconocieron en la ‘fracción del pan’. Aparece en medio y les dice: “Paz a vosotros”. Es el saludo pascual. Pero los discípulos, llenos de miedo por la sorpresa, creen que es un fantasma.
Jesús se les revela de dos maneras: una corporal, que expresa una continuidad con su identidad humana: come con ellos, se deja ver y tocar como antes de la Pascua. Las marcas en las manos y en los pies del Señor son la prueba de la resurrección; la prueba de su amor infinito por nosotros, las huellas de su pasión de amor por el hombre que nunca jamás desaparecerán de su cuerpo glorificado.
La segunda vía de revelación es más sublime y se refiere a la inteligencia de las Escrituras. Jesús abre sus mentes y sus corazones para que comprendan la Palabra de Dios.
Cuando Jesús ocupa el centro de nuestra vida, nos ocurre como a los discípulos en esta escena del Evangelio: dejamos atrás el miedo y volvemos a experimentar confianza, paz y alegría. Lo mismo que los discípulos, nos sentimos llamados y enviados a comunicar vida, a ser testigos, a hacer discípulos, a ser “cómplices” del Espíritu… Jesús resucitado nos devuelve la certeza profunda de que Él, “muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”.