Celebramos hoy el domingo de la Octava de Pascua o de la Divina Misericordia. El Evangelio de este día relata dos apariciones de Jesús resucitado. Ambas en domingo, el día cultual: la primera en la tarde del mismo día de la Resurrección, estando ausente el apóstol Tomás; y la segunda, a los ocho días, con Tomás presente. Esta última razón es por la que se ha escogido este Evangelio para hoy.
Los apóstoles fueron pasando del miedo al valor. Poco después de la muerte de Jesús estaban encerrados, temiendo lo peor. Cincuenta días después, en Pentecostés, los encontramos llenos de coraje. En este tiempo intermedio sucedió algo decisivo: Jesucristo resucitado se les apareció y les mostró que había vencido a la muerte con su resurrección: que vivía para siempre. Sucedió algo más que se nos anuncia en el Evangelio de hoy: el Señor les dio el Espíritu Santo y les comunicó su vida y con ella su misión. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Pocos vieron a Jesús resucitado, pero su realidad se manifestó en muchos. Quienes lo vieron y se encontraron personalmente con Él tenían la misión de dar testimonio, para que así los primeros cristianos comprendieran la realidad de los sacramentos, la fuerza de su gracia y la vida nueva que se manifestaba en ella. La transformación que experimentaban se debía a que Jesús estaba vivo y obraba a través de ellos, a través de la Iglesia.
El evangelio de hoy nos mueve a otro comentario. En los comienzos de la Iglesia, como ahora, pueden darse dudas y vacilaciones. Los apóstoles no salieron inmediatamente de su miedo y de Tomás se nos refiere su incredulidad y falta de fe. Jesús los fue educando con sus apariciones y encuentros desde el primer día de la semana hasta el momento de la Ascensión a los cielos.
Hoy nos sale al encuentro el Señor resucitado en la Eucaristía de este domingo, manifestando la gran misericordia de su corazón. Lo descubrimos no con los ojos de la carne, sino con la luz de la fe. Dichosos nosotros, porque creemos sin haber visto.