No digo quién es el autor que me ha sugerido este tema, no vaya a ser que, por ser quien es, enseguida unos rechacen mi exposición simplemente por inspirarse en tal determinado y concreto autor. Y otros lo eleven al rango de infalible por la misma razón del autor que me ha llevado a esta reflexión. Y esto es, justamente, lo que pretendo evitar: el rechazo automático o la alabanza sin ningún ‘pero’ que añadir.
Estar de acuerdo o no con esta sencilla reflexión depende del tema y, aquí, de mi modo de exponerlo, no de quién ha sido el inspirador. Porque se trata, justamente, de recordar que es bueno, legítimo y necesario pensar distinto. Para enriquecernos mutuamente y enriquecer a la sociedad. No para enfrentarnos, dividirnos o alejarnos de los que ‘piensan distinto’.
En la política nacional vivimos tiempos de confrontación. Confrontación para vencer al oponente político, diga lo que diga y proponga lo que proponga. Da lo mismo. Lo dice el de otro partido y, por eso mismo, ya no vale, tengo que oponerme. Y eso es un mal ejemplo de los ‘padres de la patria’, de los diputados y senadores. La actividad pública se ha instalado en un enfrentamiento total siempre y en cada proposición de uno u otro. Un comentario favorable de las declaraciones o actuaciones de un rival comporta la inmediata adjudicación de una etiqueta: facha, filocomunista, extrema derecha o izquierda…
Lo mismo puede suceder -y sucede- en cualquier grupo humano que tiene que tomar una decisión en un tema concreto. En una asociación de vecinos, en un consejo pastoral parroquial o diocesano, en un claustro de profesores, incluso en una familia. Me opongo porque toca contradecir al otro. Porque me toca ganar a mí.
La aceptación o no de una reflexión, de una opinión, depende de sí coincide o no con lo ‘políticamente correcto’, con lo que piensa la mayoría, con lo que opinan ‘los míos’ y no con el contenido expuesto por muy razonado que esté. Los argumentos para rechazar al otro o sus opiniones resultan muchas veces peregrinos, superficiales, inconsistentes. Pero no importa, porque ponen la ideología por delante de la verdad o el rigor. Muchas veces ni nos molestamos en proponer argumentos, simplemente lo rechazamos porque no coinciden con mi opinión o con la de mi grupo.
Esto es consecuencia de una seguridad absoluta e irrenunciable de lo que yo pienso. Así, de modo seguro, rechazamos cualquier iniciativa o declaración de uno que piensa distinto. Es muy poco serio. La ideología personal es menos importante que el diálogo o el respeto constructor de otra opinión. Del diálogo puede salir algo bueno y mejor. De la confrontación solo enemistad, malas palabras, lejanía o incluso odio.
En la Iglesia, entre cristianos o entre grupos y movimientos de cristianos, entre sacerdotes, en las parroquias, podemos ver encarnadas, lastimosamente, estas actitudes cerriles y excluyentes. Que opacan, inutilizan o hacen rechazar a Jesús y su Evangelio a quienes contemplan estos enfrentamientos ideológicos entre nosotros.
Pensar distinto es legítimo, necesario y enriquecedor. Pero, para que lo sea, necesita diálogo, respeto, escucha. Poner la fe común y la fraternidad cristiana por encima de otras ideas o comportamientos.
¡Qué belleza y qué riqueza surge del ‘pensar distinto’ cuando se realiza con espíritu cristiano de amor, de enriquecimiento mutuo! Cuando no se busca el imponerse, el quedar por encima, el tener mi grupo partidista u obediente a mis ideas u ocurrencias…
Es evidente que hay sensibilidades diferentes en la Iglesia. Simplificando burdamente los llamados progresistas y los llamados conservadores. Pero, sea como sea, hay que seguir dialogando entre posiciones diferentes, porque estos enfrentamientos no son buenos para la Iglesia, ni para las relaciones diarias entre cristianos que pueden llegar a simplemente saludarse o poco más. ¡Qué tristeza da esto y qué escándalo para quienes lo ven!
Las diferentes maneras de pensar, puestas en las mesas del diálogo, de la fraternidad soñada, de la fe, de Jesús (Palabra, Eucaristía, Oración, Acogida), de la misión, son una riqueza impresionante en la Iglesia)
Lo dice claramente S. Pablo VI: “En las situaciones concretas, y habida cuenta de las solidaridades que cada uno vive, es necesario reconocer una legítima variedad de opciones posibles. Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes. La Iglesia invita a toda la comunidad cristiana a la doble tarea de animar y renovar el mundo con el espíritu cristiano, a fin de perfeccionar las estructuras y acomodarlas mejor a las verdaderas necesidades actuales. A mujeres y hombres cristianos que a primera vista parecen oponerse partiendo de opciones diversas, pide la Iglesia un esfuerzo de recíproca comprensión benévola de las posiciones y de los motivos de los demás; un examen leal de su comportamiento y de su rectitud sugerirá a cada cual una actitud de caridad más profunda que, aun reconociendo las diferencias, les permitirá confiar en las posibilidades de convergencia y de unidad. «Lo que une, en efecto, a los fieles es más fuerte que lo que los separa» … Cada cual deberá probarse y deberá hacer surgir aquella verdadera libertad en Cristo que abre el espíritu de las personas a lo universal en el seno incluso de las condiciones más particularizadas”. (Octogessima adveniens 50)
“No nos dejemos arrastrar… por las ideologías que dividen”. (Francisco. Ángelus 13 marzo 2022)