Opinión

Araceli Cavero

Muertes y funerales

10 de abril de 2019

El otro día estuve en un funeral. La madre de una amiga. 95 años. Una vida larga. Es normal hoy día llegar a esa edad.

Ese mismo día había fallecido una mujer de 48 años ¿Accidente? ¿Cáncer u otra enfermedad? Todavía vivían sus padres.

He perdido muchos seres queridos a edades muy jóvenes y en cada ocasión me acompañaron muchos amigos. Por eso me gusta escuchar o leer las esquelas mortuorias, y no es por querer ser macabra, sino que es porque si conozco a alguien, quiero acompañarlo como ellos hicieron conmigo.

Perdí a mi hijo de 34 años en un accidente de camión. Parece ser que se le rompieron los frenos cuando volvía de Francia por el Pirineo y el camión se estrelló, llevándose por delante la vida de mi hijo. Yo estaba fuera de España en un viaje de trabajo. Tengo algunas amigas cuyos hijos han muerto de cáncer. Y me pregunto ¿Qué es mejor, recibir la noticia de que tu hijo ha muerto, así, de sopetón, o ver como se va deteriorando poco a poco hasta el final? Las dos situaciones son durísimas. Un hijo por el que una madre daría la vida, se va sin que ella pueda hacer nada. Solo que el que muere de enfermedad, durante el tiempo que ésta dura, puede decirle cuánto lo quiere tantas veces como hagan falta; pero el sufrimiento viéndolo deteriorarse es mucho más largo. En el del accidente te lo encuentras de golpe, sin ni siquiera poder decirle adiós. El dolor dura muchos días después. Y cada vez que se piensa que no se le va a ver más, le da un vuelco el corazón, porque es “para siempre”. Aunque, personalmente, me ayuda el pensar que me está esperando y que un día volveré a verlo, aunque sea muy distinto de cómo lo veía aquí.

A pesar de todo doy gracias a Dios porque durante 34 años me regaló un hijo maravilloso. Y sé que Dios se hizo presente en mi vida a través de los amigos y amigas que me acompañaron compartiendo mi dolor con su ayuda y su cariño.

Pero todo esto solo se comprende pasado un tiempo. La mayor parte de las veces no lo entendemos y yo fui de las que al principio se preguntaban ¿Por qué a mí? Pero Dios puso a mi lado a una amiga que me dijo: “Pues yo me hago la pregunta al revés ¿Por qué a mi no?”. Ella también había perdido un hijo de 12 años. Esa frase se ha quedado grabada en mi mente y me ha hecho reconocer que quién soy yo para rechazar mi cruz. Si la cruz está muy presente en la vida de todos y cada uno de nosotros.

Por otro lado, me hizo entender que si yo, siendo humana quería tanto a mi hijo ¡Cuánto debía ser el amor que el Padre celestial tiene por todos y cada uno de sus hijos!

Estas reflexiones están siempre en mi mente a pesar de que hace veinte años que falleció mi hijo, pero la lectura del Evangelio del domingo 31 de marzo sobre el Hijo Pródigo, o mejor, del Padre amoroso y la esquela de la señora de 48 años, me han animado a volcar mis reflexiones en esta Hoja. Siento que pueda parecer demasiado fúnebre, pero creo que más que de muerte, estoy escribiendo de amor. Del gran amor de una madre por sus hijos y del enorme amor que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo tienen por toda la humanidad, aunque no respondamos con el mismo sentimiento a causa de nuestras debilidades.

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