Opinión

Raúl Gavín

Mi mujer me ladra

27 de marzo de 2019

Hace algunos días me contaban un chiste que trataba sobre un sacerdote que, en el sermón de la misa, se refirió a cómo los animales nos transmiten el amor de Dios, con su afecto, su cariño y su alegría. Una vez terminada la eucaristía, un feligrés se acercó al cura para confirmarle que lo que había escuchado en la homilía, le sucedía tal cual con su perrito. En cuanto llego a casa- afirmaba el parroquiano- me demuestra cuánto se alegra de verme y se me echa encima para que lo acaricie y lo atienda. Veo que Dios-concluía- ha creado a los animales para darnos amor. Luego, entro en la cocina y mi mujer ¡me ladra!

Por desgracia, esta historia, si la trasladamos a la vida real, deja de ser divertida. Es más bien un drama que se repite, a menudo, en muchas familias. Al llegar nuestras casas, lo que tendría que resultar un destino gozoso en el que descansar de los embates propios de la jornada, se convierte, por el contrario, en un ecosistema irrespirable, en el que abundan las riñas, los disgustos y los problemas.

Para evitar estos episodios, cada vez son más numerosos los que no quieren tener compañía. Son los denominados single. Aquellos que optan por vivir consigo mismos y evitar así cualquier tipo de disputa que no sea con su sombra. Por si algún lector lo desconoce, un single no es un soltero, sino que este anglicismo simboliza todo un estilo de vida. Es una elección por vivir de forma independiente apartando cualquier obligación que tenga que ver con la pareja.

En el año 2005 aparecieron en Suecia los primeros «anillos para solteros” que son una especie de signo de “orgullo single”. Se trata de una sortija azul que se puede llevar en el dedo o bien colgado del cuello. Con este gesto se pretende manifestar, no solo que una persona es soltera, sino que además está orgullosa de serlo

Se estima que ya son más de 10 millones los que viven en estas circunstancias. Junto a ellas, siguen creciendo cada año aquellos que sí viven en pareja, pero sin casarse. Y, por último, de los que se casan, el 75% termina por separarse; es decir, de cada cuatro bodas, tres terminan en ruptura.

Existe un estado intermedio entre el single y la vida en pareja. Es el married single cuya traducción literal es “soltero casado”. Según mi parecer, este modelo predomina más que los otros dos mencionados. Son aquellos que continúan con sus rutinas de single mucho tiempo después de haberse establecido en pareja. Unos escogen esta opción por comodidad, por narcisismo o por pereza; otros, porque piensan que no existe el amor para siempre y por eso deciden conservar su status quo en previsión de una inevitable futura ruptura. Paradójicamente, prolongar el tipo de vida single estando casado provoca una esquizofrenia existencial que contribuye, en muchas ocasiones, a dicha ruptura por falta de compromiso y apego. Es saludable mantener la identidad y el entorno propio, pero cuando uno de los dos miembros de la pareja –o los dos –no está dispuesto a alterar su estilo de vida pasado, cuando su agenda está completa y apenas tiene tiempo libre para estar con el compañero, se produce un desequilibrio funesto.

Frente a estas reflexiones tan aciagas, me pregunto si la felicidad dentro del matrimonio y la familia es una quimera, una ilusión que nos han proyectado desde pequeños pero que no tiene visos de realismo ninguno.

Puesto que en este espacio se me permite hablar libremente de lo que considero, confesaré con los lectores mi vivencia después de 22 años de matrimonio y 9 hijos en común con mi esposa. Más de 8.000 días compartiendo techo, comida y lecho con la misma persona no es precisamente sencillo. Yo diría que solo es posible una existencia compartida y plena, si dicha vida está regada diariamente de una compañía sobrenatural que acompañe el devenir de cada jornada.

Porque cuando vives solo o en casa de tus padres, eres dueño de tu tiempo, comes lo que quieres, compras lo que te apetece y tomas decisiones cada día sin tener que consensuarlas con ninguna otra persona. La vida en pareja es totalmente contraria. Y si, además, esta relación viene acompañada de 9 hijos de entre 3 y 21 años, dejas de disponer de espacio y tiempo para ti mismo. Hasta el punto se aniquilan tus afanes particulares en pro de los familiares que, por momentos, la existencia se convierte en asfixiante u opresiva. Y pudiera ser siempre así, si esta realidad no viniera revestida de una puerta abierta a la trascendencia.

En nuestra casa hemos experimentado que se cumplen todas las paradojas prometidas por Cristo. Así, por ejemplo, al perder la vida el uno por el otro y, ambos, ofrecerla por nuestros hijos, percibimos con claridad que la estamos ganando. Asimismo, solo desde la consideración de que el primero en nuestra familia es el que se hace el último, sentimos que es posible sacar adelante una familia tan numerosa. Por último, cuando aceptamos ser esclavos los unos de los otros por amor en el contexto familiar, es cuando encontramos misteriosamente la auténtica libertad que tanto se predica en el mundo y pocos consiguen alcanzarla.

Siento al matrimonio como una piedra sobre la que se edifica nuestra iglesia doméstica. Somos piedra, una piedra, no dos. Una piedra inamovible, inquebrantable. Y sobre esta piedra se va edificando, con alegrías y con penalidades, esta pequeña iglesia que es nuestra familia. En este tiempo hemos padecido terremotos y tempestades, pero esa unidad se ha mantenido a salvo porque confiamos en que lo que Dios ha unido nunca podrá separarlo el hombre.

Mi mujer me ladra muy a menudo y yo no soy precisamente un gatito cariñoso y conformado; nuestros hijos, a veces, responden como serpientes y se comportan como buitres o como osos cavernarios. Pero toda esta fauna salvaje y bravía, reconoce claramente quién es el Rey de esa selva. Porque a Él, y solo a Él, le debemos el maravilloso regalo de nuestra familia.

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