Los problemas e injusticias entre los que vivimos son enormes. También lo son las alegrías y bellezas que contemplamos y hacemos. Las personas ‘a pie de calle’ podemos reducir lo negativo y fortalecer y asegurar lo bello que nos rodea. Solo con nuestros pequeños pasos. Es normalmente lo único que podemos hacer, pero eso cambiará el mundo. No mañana; pero sí más pronto que tarde. Si lo creemos. Este mensaje creo que lo vamos valorando más cada día. Ojalá. Y que los líderes políticos, religiosos, económicos, de los medios, etc… cumplan con su misión social.
Hoy aporto dos testimonios con autoridad para que los disfrutemos y nos ayuden a creer en la eficacia de los pequeños pasos.
“No pido milagros y visiones, Señor, pido la fuerza para la vida diaria. Enséñame el arte de los pequeños pasos. […]
Ayúdame a distribuir correctamente el tiempo; dame la capacidad de distinguir lo esencial de lo secundario.
Te pido fuerza, autocontrol y equilibrio para no dejarme llevar por la vida y organizar sabiamente el curso del día.
Ayúdame a hacer cada cosa en mi presente lo mejor posible y a reconocer que esta hora es la más importante.
Guárdame de la ingenua creencia de que en la vida todo debe salir bien. Otórgame la lucidez de reconocer que las dificultades, las derrotas y los fracasos son oportunidades en la vida para crecer y madurar.
Envíame en el momento justo a alguien que tenga el valor de decirme la verdad con amor.
Haz de mí un ser humano que se sienta unido a quienes sufren. Permíteme entregarles, en el momento preciso un instante de bondad con o sin palabras.
No me des lo que yo pido sino lo que necesito, en tus manos me entrego. Enséñame el arte de los pequeños pasos. Amén”.[1]
Que realmente son pequeños pasos a nuestro alcance y que son nuestro aporte al mejoramiento del mundo, nos lo dice con ingenua, simpática y profunda sencillez el conocido sacerdote y consejero del Pontificio Consejo de la Cultura por designación del papa Francisco, Pablo d’Ors. Disfrútalo y déjate acariciar por este texto. Que nos ayude a convencernos de la importancia no solo de los pequeños pasos, sino también cuando éstos son tan pequeños, que ni los valoramos.
“La felicidad está en comer y pensar que se está comiendo; en beber y dar gracias por la bebida; en caminar y asombrarse del movimiento; en vestirse y admirarse del vestido; en tender la ropa y tenderla bien; en secar los platos y hacerlo como si en ese momento no hubiera otra cosa más importante, pues ciertamente no la hay.
He tardado cuarenta años en percibir que la salvación de los hombres radica sencillamente en hacer bien la cama y en preparar la cena; en el simple hecho de escribir con amor un artículo como éste, por ejemplo, y no a toda prisa, que es como solemos hacer las cosas (el amor requiere lentitud), en lavar cuidadosamente la vajilla –otro ejemplo-, prestándole toda mi atención. En secarla luego, y en tender los trapos al viento, tras la faena; en echar la llave de casa pensando que la echo; en vestirme dándome cuenta de que me visto; en asearme a sabiendas de que me aseo; en caminar sabiendo que camino; en doblar la ropa consciente de que, en ese acto, tan simple, se cifra la felicidad más inaudita.
La clave de todo radica en hacer bien aquello que deba hacerse. El secreto se cifra en estar todo yo en cada cosa que se haga: cualquier actividad realizada de forma concentrada tiene un efecto estimulante. Así que la felicidad consiste en estar presente en lo que se tiene entre manos, sin pensar en lo que viene después. Todo está ahí, al alcance de la mano. La felicidad es no imaginar el futuro y no llorar el pasado. Es gozar de una habitación limpia y de una sábana bien doblada. La felicidad es la belleza de una manzana o de un trozo de pan. Y… ¿tanto hay que pasar en la vida para llegar a este descubrimiento tan elemental? ¡Que el camino ordinario sea mucho más difícil y sublime que el extraordinario! Sí, te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, así te ha parecido bien”.[2]
Estos pasos de cada día, hechos bien porque los valoramos, nos hacen más felices, nos dice d’Ors. Esta sencilla felicidad cambia el aire a nuestro alrededor y con su capacidad de expansión llega hasta donde no sabemos y nos va capacitando para llegar a ser “un ser humano que se sienta unido a quienes sufren. Y entregarles, en el momento preciso un instante de bondad con o sin palabras”.
[1] Texto atribuido a Antoine de Saint-Exupéry, autor de EL PRINCIPITO
[2] Pablo D’Ors. EL MESIANISMO DE LO COTIDIANO. Rev. Vida Nueva. N° 2687. 12-18 diciembre 2009. Pág. 45)