Parece que estos días no se habla de otra cosa: Jesús, más que nunca, es el protagonista de todo cuanto nos circunda. Nuestras facultades llevan impresas Su nombre: en los datos sensibles que recoge nuestra imaginación se advierten acordes incipientes de la Pasión que después nuestro entendimiento articula siguiendo la estela que Él nos dejó.
Esto último está escrito en tono kantiano. Pero antes de la filosofía alemana, donde Kant se yergue como hito, imperó la griega y es ahí donde quiero detenerme. ¿Qué habrían pensado los primeros filósofos si hubieran visto sucederse un paso tras otro, envueltos en una nube de incienso? ¿Qué habrían sentido al escuchar el quejido de las cornetas o el redoble del tambor?
Comencemos por Parménides. El príncipe de estos filósofos pronto apuntó que el ser era el Uno. Desestimando el no-ser, desplegó un poema donde la divinidad encamina al descarriado, con cierto estilo dantesco si comparamos la obra de Dante con la suya. Si nosotros consideramos ese Uno como Dios, quizá Parménides nos habría preguntado por qué cada talla de Jesús que procesiona es distinta. Él, probablemente, habría preferido una misma y única representación.
¿Y Platón? Éste concebía dos mundos: el de las Ideas, en el que colocaría a nuestro Dios y el de las cosas sensibles, es decir, de todo lo que nos rodea como sillas, vehículos u hogares. Estos objetos imitan a las Ideas, que son inmutables y eternas. Así, Platón señalaría cualquier imagen de Jesús y diría que ésta es una copia imperfecta de la Idea de Jesús. Pero no podemos hacer nada más en este mundo corpóreo: toda aproximación a la Idea es asunto del alma.
Aristóteles, por su parte, habría adoptado una postura más terrenal. Su pensamiento siempre tendió a lo concreto, a lo que podía observarse en el movimiento, en la sustancia y en la finalidad de las cosas. La Semana Santa, para él, habría sido un fenómeno digno de análisis por su causa final: el propósito devocional que anima a los portantes de pasos y costaleros, a los fieles y a los músicos. Pero también le habría interesado por su dimensión política: no olvidemos que Aristóteles pensaba que el ser humano es zoon politikon (es decir, animal político) y las procesiones, que sacan lo íntimo y veraz del público, constituyen una manifestación de religiosidad que atraviesa la ciudad entera. En ese sentido no vería contradicción entre fe y razón, sino más bien una armonía ritualizada, en la que la ética del bien común se hace carne (como el propio Verbo) a través de la devoción compartida.
Heráclito, en cambio, no se habría dejado conmover por la permanencia de los ritos, sino por su cambio constante. Su célebre sentencia de que nadie se baña dos veces en el mismo río le habría llevado a decir que no existe una Semana Santa idéntica a la anterior. Cada año, la experiencia es nueva. Los pasos pueden ser los mismos, pero los ojos que los contemplan ya no lo son. La llama de una vela, el eco de una saeta, la vibración del incienso en el aire: todo cambia. Incluso Jesús cambia, no por Él mismo, sino por nosotros. Y sin embargo, hay un orden que guía el fluir: la tradición, ese hilo invisible que une a los creyentes de generaciones distintas bajo una misma emoción.
Sigamos con los estoicos. Epicteto o Marco Aurelio verían en la Semana Santa una escuela viva para ejercitar la templanza y el dominio de sí. El esfuerzo del penitente, el silencio respetuoso que domina la noche o la resistencia física de quien es los pies de Dios habría sido interpretado por ellos como expresión de ataraxia, de una serenidad cultivada frente al dolor. Incluso la Pasión de Cristo se les antojaría un ejemplo supremo de aceptación del destino. No por resignación, sino por sabiduría: entender que hay cosas que no dependen de nosotros y, por tanto, no deben perturbarnos. Jesús, clavado al madero, callando ante Pilatos, habría sido para ellos un maestro del alma libre.
Del lado contrario se situaría Epicuro. Aunque injustamente retratado como defensor del placer vulgar, su filosofía, centrada en alcanzar esa ataraxia mediante el goce prudente y la ausencia de dolor, lo llevaría a contemplar la Semana Santa con cierta distancia. Tal vez apreciaría los momentos de recogimiento, los instantes de hermandad entre cofrades o la paz que surge al final del día cuando todo se ha consumado. Pero el sufrimiento expuesto o la exaltación del dolor físico como vía de redención le parecerían innecesarios. “Si el alma busca placer, ¿por qué alimentar la angustia con imágenes sangrientas?”, podría preguntarse. Aunque, quizá, en su jardín encontraría lugar también para un Cristo resucitado, liberado del tormento y sonriente, símbolo de un placer sin amenazas.
Diógenes el cínico habría asistido a una procesión con ironía, tal vez caminando descalzo entre nazarenos, riéndose de los mantos bordados en oro. Él, que vivía en un tonel y despreciaba los artificios sociales, vería en algunos gestos más una representación vacía que una fe verdadera. Sin embargo, si lograra atisbar autenticidad (un rostro con lágrimas sinceras, un niño que alza la mano en señal de saludo, un anciano que aprieta un rosario con fuerza), entonces callaría. Porque Diógenes despreciaba la hipocresía, no el fervor.
Y ya sorteando los límites del mundo griego, se podría invocar a Plotino para cerrar esta breve reflexión. El neoplatónico habría entendido la Semana Santa como un camino de ascenso hacia el Uno, el principio absoluto del que emana toda realidad. En los cantos, en la penumbra, en el silencio compartido, hallaría huellas del alma que desea volver a su fuente. No tanto por lo que se ve, sino por lo que se intuye: ese estremecimiento interior que nos embriaga cuando el paso gira en una esquina, cuando la luz se posa sobre el rostro de la Virgen, cuando el tiempo parece suspenderse. Todo eso sería, para Plotino, el lenguaje del alma que recuerda su origen y quiere regresar a él.
Así, los antiguos filósofos, desde su diversidad de pensamiento, encontrarían en nuestra Semana Santa un espejo donde responder sus propias preguntas. Y quizás descubrirían que, más allá de las diferencias históricas y culturales, hay un fondo común: el anhelo de sentido, la búsqueda del bien, la emoción ante lo sagrado. Porque, como diría Sócrates y despuées Nicolás de Cusa, sólo quien sabe que no sabe puede acercarse, con humildad y docta ignorancia, al misterio.