Opinión

Raúl Gavín

Lo más natural

2 de julio de 2018

El Instituto Nacional de Estadística (INE) publicó hace algunos días los datos de la encuesta sobre Movimiento Natural de la Población en el año 2017. El estudio revela que España ha alcanzado el número más bajo de nacimientos desde el año 1996. La tasa de natalidad, por tanto, es la más reducida y se remonta a valores de 1975. No es exagerado afirmar que España se muere.

¿Por qué las parejas no quieren tener hijos? ¿Cómo es posible que impere una cultura tan antinatural como es la que prescinde de algo tan insertado naturalmente en el hombre como es la transmisión de la vida?

Concluir, como hacen muchos, que la situación económica es poco propicia para hacerse cargo de una familia, resulta un análisis un tanto superficial. Seamos honestos; sin duda, el componente económico es importante pero, en absoluto, decisivo. Así lo reconocen en mi entorno aquellas parejas que renuncian a la paternidad o que se conforman con uno o dos hijos como mucho.

El Presidente del Foro de la Familia argumentaba en relación a la encuesta antes referida que “no es casual que las bajas cifras de nacimientos coincidan con la caída en el número de matrimonios” puesto que “el matrimonio indica un compromiso, una vocación de permanencia, un proyecto futuro en común”. Por lo que “es el espacio natural idóneo para el nacimiento y cuidado de los hijos”.

Añade además que “se está fomentando una cultura del individualismo, de la búsqueda de los objetivos personales por encima de los demás y de las relaciones de usar y tirar”. Por lo que, sugiere, “este es uno de los principales puntos que se deben trabajar para revertir la situación: fomentar los matrimonios, educar en el compromiso, estimular la orientación familiar y no el divorcio como salida cómoda”.

En el mismo sentido, refiriéndose al grave problema de la implosión demográfica, el Papa ha invitado a las asociaciones familiares a «sensibilizar las instituciones y la opinión pública para apoyar el aumento de la natalidad con políticas y estructuras más abiertas al don de los hijos».

Mi parecer acerca de este tremendo drama es que las causas del desinterés hacia la paternidad no se explican por circunstancias externas al hombre como pueden ser la falta de dinero, de trabajo, de ayudas administrativas o del tipo que fueren; al contrario, es en el corazón del hombre donde acontece esta desgana. Si no acudimos a causas morales o trascendentes, será difícil extraer conclusiones acertadas. Como afirma con ingenio Chesterton “Si suprimimos lo sobrenatural, lo que nos queda es lo antinatural”. Y nada puede ser más antinatural que desistir de la obra más sublime que puede ser encargada al hombre. Como señalaba el Concilio, “la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn. 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente”

Tal vez la clave se encuentre en la equivocada antropología imperante en nuestros tiempos. Aquella que pregona la libertad y la autosuficiencia como los nuevos becerros dorados a los que rendir culto. Es erróneo, sin embargo, concebir al hombre “como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 13).

Ser libre no consiste en ser autosuficiente, en prescindir del padre, de la madre, de los hijos y hasta de Dios. La libertad se goza acogiendo de todos ellos lo que nos deben transmitir. Por otra parte, la autosuficiencia nos conduce a la esclavitud porque al endiosar al trabajo o al dinero perdemos nuestra libertad. Cuando el hombre transforma en un fin lo que debiera ser un medio termina por desordenar su vida invirtiendo trágicamente los valores, pasando de ser señor de las cosas creadas a esclavo de las mismas.

Por otra parte, esta generación ha aceptado una sentencia que asegura que, en la medida que se consiga llevar una vida tranquila, sin sobresaltos, con salud y dedicando tiempo para uno mismo, esa vida será una vida plena y feliz. De acuerdo con esta doctrina, todo aquello que atente contra mi tranquilidad, debe ser alejado de alrededor puesto que se convierte en enemigo de mi confort.

El que acepta este razonamiento, contempla la llegada de los hijos  como una peligrosa amenaza a su felicidad. Por ello, será capaz de hacer cualquier cosa para mantener su status quo hasta el punto de, como señala gráficamente el Papa Francisco aludiendo al drama del aborto, “para resolver una vida tranquila se tira un inocente”.

Mi experiencia como padre de numerosos hijos me permite asegurar que cada uno de ellos me ha enriquecido. Me han enseñado que no hay vida más plena que la que se desgasta día a día muriendo a uno mismo por amor a otros; ellos me han mostrado que no hay ventura que supere a la de generar una nueva vida. En fin, no puedo sino repetir con el salmista que los hijos son como flechas en manos de un guerrero; ciertamente, es dichoso el hombre que tiene llena su aljaba.

 

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