Opinión

Pedro Escartín

Les enseñó las manos y el costado. Un café con Jesús

11 de abril de 2021

Flash sobre el Evangelio del II Domingo de Pascua

En este II Domingo de Pascua, el cura nos ha recordado que la Iglesia orante ha repetido a lo largo de toda la semana: «¡Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo!». El evangelio de hoy (Jn 20, 19 31) proporciona sobradas razones para que estemos contentos. Jesús ha visto mi cara de fiesta y me ha saludado diciendo:

–  Parece que hoy estás como unas castañuelas…

–  Jesús, no es para menos después de escuchar el relato evangélico de este domingo.

–  ¿Y qué es lo que te pone tan alegre?

–  Pues, sobre todo, que cumples lo que prometes. En la noche de la Cena de despedida consolaste a tus discípulos con una promesa: «no os dejaré huérfanos; volveré a vosotros», y el evangelista deja constancia de que, una vez resucitado, entraste en la casa donde se habían escondido, te pusiste en medio y les enseñaste las manos y el costado con los signos evidentes de las heridas producidas en la pasión.

–  Aún les dije más: «dentro de poco volveréis a verme…; vuestra tristeza se convertirá en alegría; tendréis paz…». Mis pobres discípulos necesitaban un “chute” de consuelo (así decís vosotros, ¿no?), después de la decepción, la vergüenza y el miedo que venían sufriendo desde la noche del jueves.

–  Sin duda alguna. Estaban desmoralizados, se habían escondido por miedo a los judíos y debían estar esperando el momento propicio para desaparecer y volverse a Galilea sin hacer ruido, a faenar en el lago con las redes, que nunca debieron abandonar al seguirte…

–  Por eso necesitaban convencerse de que yo cumplo lo que prometo. Les enseñé las manos y el costado para que se convencieran de que era el mismo que estuvo clavado en la cruz, les entregué mi Espíritu Santo para que pudieran perdonar los pecados como yo lo había hecho, les devolví la alegría y los envié como el Padre me había enviado a mí. Al anochecer de aquel día primero de la semana puse en pie la Iglesia, apoyada sobre sus frágiles hombros. ¡Bien necesitaban un consuelo!

–  Y lo de Tomás, el incrédulo, empeñado en hacer una comprobación empírica que disipase toda duda…

–  Lo de Tomás es muy significativo. ¿Te has dado cuenta de que no metió el dedo en el agujero de los clavos ni la mano en mi costado? – me ha dicho con una pizca de picardía tomando un sorbo del café- .

–  Es que, después de verte, quedó apabullado y no se atrevió…

–  ¡Es que no le hizo falta! – ha dicho mirándome a los ojos – . El evangelista primero lo presenta como representante de los que no quieren creer sin ver; no se fió de la palabra de sus compañeros y reclamó verme y comprobar que realmente era yo; el mismo que había sido crucificado. Pero, cuando el Padre abrió paso a la fe en su corazón, ya no necesitó meter sus dedos en mis heridas e hizo profesión de fe diciendo: «¡Señor mío y Dios mío!». Se convirtió en modelo del creyente que reconoce al Hijo de Dios encarnado en uno como vosotros.

–  Y que reconoce que Dios nos ama e interviene en la historia humana, a pesar del realismo ramplón de los racionalistas – he concluido- .

–  Eso del “realismo ramplón” lo dices tú… – me ha advertido mientras yo pedía la cuenta- .

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