Opinión

Nerea Vigo Iglesias

Efluvios de un alma sibilina

La Semana Santa barbastrense como Wunderkammer

31 de enero de 2025

Existe una niña que otrora tejió un eterno microcosmos con su imaginación, donde las imágenes de la Semana Santa de Barbastro cobraban vida y habitaban en armonía. Cada imagen, desde Jesús Atado a la Columna hasta Nuestra Señora de la Soledad, tenía su propio rincón en este universo donde el tiempo parecía haberse detenido. Por las mañanas, Jesús Nazareno caminaba con la cruz al hombro por senderos de luz, compartiendo palabras de esperanza con quienes encontraba a su paso. La Verónica, con su paño sagrado, capturaba el rostro de Cristo cuya impronta contenía las esencias de aquel mundo eterno. Mientras tanto, el Santo Cristo de la Agonía y Nuestra Madre Dolorosa ofrecían consuelo a las almas que buscaban paz, su presencia irradiando una infinita serenidad.

En ese reino, las procesiones eran eternas danzas de fe y devoción. Los cofrades, con sus túnicas y capirotes, acompañaban a los pasos en un recorrido sin fin, donde el estruendo de tambores y el silencio reverente se entrelazaban en perfecta armonía. Las calles se llenaban de una luz dorada que realzaba la belleza de cada imagen, creando una atmósfera de solemnidad y celebración perpetua. Los niños corrían junto a la Entrada Triunfal de Jesús en Jerusalén, sus risas mezclándose con los hosannas, mientras las palmas ondeaban al ritmo de una brisa suave. Las mujeres, encabezadas por la Virgen de la Esperanza y la Virgen de la Amargura, se reunían en plazas floridas, compartiendo historias de amor y sacrificio que resonaban en los corazones de todos los habitantes.

Al caer la noche, el Descendimiento y la Piedad se convertían en símbolos de reflexión y recogimiento. Las estrellas brillaban con un fulgor especial, iluminando los rostros de las imágenes que, aunque inmutables, parecían cobrar vida bajo el manto nocturno. Era un mundo donde la pasión, la muerte y la resurrección se vivían en un ciclo sin principio ni fin definidos.

Este microcosmos actuaba a modo de refugio atemporal, siendo un espacio donde la Semana Santa de Barbastro permanecía inalterada, ajena al paso del tiempo. Aquí, cada imagen y cada rito se conservaban en su pureza original, ofreciendo a sus habitantes una conexión constante con lo sagrado y lo eterno. Pareciera que se erguía como una Wunderkammer, uno de tantos cuartos de maravillas en los que los nobles y burgueses europeos de los siglos XVI, XVII y XVIII coleccionaban y exponían objetos exóticos llegados de todos los rincones del mundo. Como si de universos personales se tratasen, estas cámaras se hallaban escondidas al ojo público. Quizá alguien conociese alguna obra de las allí atesoradas, pero no el latido que aunaba todas las piezas en una misma melodía con nombre y apellidos.

Ahora, al contemplar este mundo que he creado, me doy cuenta de que la niña que imaginaba estas escenas soy yo: la Semana Santa de Barbastro era —y sigue siendo— mi Wunderkammer. He crecido, los años han pasado, pero en mi interior este microcosmos permanece intacto y me sigue llamando. Las imágenes de la Semana Santa de Barbastro siguen vivas en mi memoria recordándome que, aunque todo cambie, hay tradiciones y sentimientos que perduran para siempre porque constituyen nuestras raíces. Poner un pie en Barbastro implica adentrarse en esta dimensión onírica donde siempre es Semana Santa, donde siempre me veo arrastrada por el sonido de alguna sección de instrumentos o por el humilde caminar de Jesús Cautivo. Porque aunque las procesiones duren sólo siete días, el mundo en el que sus imágenes viven se halla desplegado todo el año. Bastan los sentidos del alma para percatarse de ello y abandonarse así a una Semana Santa que empezó siendo deseo, después refugio y al final, latido imperecedero.

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