Opinión

Vicente Jiménez Zamora

Palabras de vida

La cruz, signo de amor

8 de septiembre de 2020

El día 14 de septiembre celebramos la fiesta de la Exaltación de la santa Cruz. En esta carta pastoral ofrezco unas reflexiones sobre el misterio de la cruz. El papa Francisco en su Mensaje Urbi et Orbi durante el ‘Momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia’, Atrio de la Basílica de san Pedro, 27 de marzo de 2020 nos dejó unas palabras de esperanza para vencer el miedo, contemplando el misterio de la cruz.

La cruz, ancla, timón y esperanza

Estas eran las palabras del papa Francisco: “Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento (confinamiento) donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde la Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, a reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cfr. Is  42, 3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza”.

La cruz, signo de amor

La cruz revela la plenitud del amor de Dios. En el misterio de la cruz se revela en su inmenso dramatismo el amor de Dios a los hombres y, a su vez, el amor de Cristo al Padre. Por amor al Padre, Cristo “se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2, 7). No fue una obediencia ciega, sino un acto libre de amor filial al Padre: “Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente” (Jn 10, 18). En la cruz descubrimos la medida infinita del amor de Cristo, para poder decir con san Pablo: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por m´” (Gál 2, 20).

En la cruz levantada sobre el Calvario se manifiesta el corazón eterno de Dios, ya que el Padre en su Hijo Jesús “nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10), Por eso comprendemos que la historia verdadera está dominada por Cristo, no con las armas del miedo, sino con el signo del amor: “Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). Dios reina desde un madero, el “madero de la cruz”. Dios reina desde la cruz con su amor.

La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo.

La Virgen María asociada a la cruz de su Hijo

El acontecimiento salvífico del Calvario tiene dos sujetos: Cristo y su Madre. Así lo expresa el texto del Concilio Vaticano II: “María, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente singular a la obra del Salvador” (LG 61).

María con su dolor en la cruz cooperó a restaurar la vida sobrenatural en los fieles. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia y se convierte también en Madre de la Iglesia. En efecto, las dos personas presentes en la cruz tienen una relación con la Iglesia, si bien de forma diversa. La Madre de Jesús se convierte en la Madre del discípulo y de todos los discípulos; por su parte, el discípulo amado representa a todos los discípulos de Cristo, cada uno de los creyentes de la Iglesia. El último acto de Jesús, antes de morir, fue el de construir el pueblo mesiánico, fundar la Iglesia en las personas de su Madre y del discípulo amado.

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