Entre el elenco de “nuevos derechos” que nos van a ser concedidos a la ciudadanía, merced al “Nuevo Acuerdo para España” de la coalición denominada progresista y que va a formar el actual Gobierno de la nación, merece nuestra atención, entre otros, uno que figura bajo los términos de “aprobación de una Ley sobre Libertad de Conciencia que garantice la laicidad del Estado y su neutralidad frente a todas las confesiones religiosas”.
Y merece nuestra atención porque este pretendido “nuevo derecho” no sólo no es un derecho, ni mucho menos es nuevo ni está llamado a garantizar la laicidad del Estado y su neutralidad frente al factor religioso sino que constituye un nuevo intento del laicismo militante y extremo, ese que aspira a liberar de la dominación religiosa a una sociedad pretendidamente rehén de los últimos vestigios del tradicional confesionalismo patrio.
Y para eso se propugna la promulgación una nueva ley, no ya de libertad religiosa, sino de conciencia, con la finalidad de confundir al común de la ciudadanía, sumergiendo en el ámbito más genérico de la conciencia y, por decirlo de algún modo, de lo laico y privado, a la religión.
De eso se trata, de recluir la religión en la intimidad de las conciencias obviando que su manifestación pública y externa, individual o colectiva, es consustancial a su propia naturaleza como derecho fundamental.
La laicidad o aconfesionalidad de los poderes públicos no es un derecho de carácter subjetivo; se trata de un principio informador de la actitud del Estado ante el factor religioso presente en la sociedad. Y como principio informador de aquella actitud, se encuentra por ello al servicio precisamente de la propia libertad religiosa. Por lo tanto, es la laicidad del Estado la garantía efectiva para la libertad e igualdad religiosa de sus ciudadanos y no a la inversa. Lo nuclear es la libertad religiosa de los individuos y de las confesiones, no la laicidad, que es un instrumento para su garantía y no un fin en sí misma.
Por otra parte, esta neutralidad de los poderes públicos ya está garantizada por la propia Constitución que en su artículo 16.3 “tras formular una declaración de neutralidad considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva” (Sentencia del Tribunal Constitucional 177/1986, de 11 de noviembre) y “que no implica el cierre del espacio público a las manifestaciones de carácter religioso” (Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2018, de 10 de abril).
Esta medida, junto a otras como la reforma de la LOMCE en lo que a la asignatura de religión se refiere o la propuesta de una Ley de Eutanasia, esconden la noción de un Estado absoluto que pretende erigirse en fuente de la verdad y del derecho. Pero como señala Benedicto XVI “la verdad no es producto de la política (de la mayoría) sino que es anterior a ella, la precede y la ilumina: no es la praxis la que consigue la verdad sino que es la verdad la que posibilita la praxis correcta” (J. Ratzinger, en Communio 1993).
Ha de suponerse que la promulgación de esa Ley sobre la Libertad de Conciencia supondrá la derogación de la actual Ley de Libertad Religiosa, en un nuevo intento de reducir aún más si cabe la presencia pública de la religión y su libre ejercicio en este ámbito. Ahora bien, no olvidemos que la libertad religiosa está fuertemente asociada a la libertad civil y política y por eso mismo a la salud de la propia democracia.